Los gerontócratas

Hace unos días, en la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghai que se celebró en la ciudad china de Tianjin, trascendió la grabación de un pedazo de conversación informal entre Xi Jinping (que ejercía de todopoderoso anfitrión del encuentro) y Vladímir Putin (que era todo lo menos). Mientras encabezaban una comitiva que andaba atravesando la Ciudad Prohibida, ambos mandatarios –ambos tiranos– conversaban distendidos sobre los avances de la ciencia y la medicina en la lucha contra el envejecimiento, el decaimiento físico y la muerte. "Antes era raro que las personas llegaran a vivir más de setenta años; ahora, sin embargo, dicen que en los setenta todavía eres una criatura", decía Xi. Putin le respondía: "Los órganos humanos se pueden trasplantar continuamente; cuanto más vives, más te rejuveneces. Incluso puedes alcanzar la inmortalidad". Xi Jinping remataba la conversación: "Algunos predicen que, en este siglo, los humanos podrán llegar a vivir hasta ciento cincuenta años". Lo decían, al fin y al cabo, con caras alegres, sinceramente entusiasmadas.

Vivir ciento cincuenta años, devenir inmortales. Lo primero que llama la atención es que líderes mundiales, con decisiones trascendentes para sus países y para el mundo entero que dependen directamente de ellos, se dejen engatusar por infantilismos y se den en la palabrería mientras protagonizan escenas pensadas para parecer apoteósicas. Parecen –son– las caricaturas de sí mismos. Después, sorprende y no sorprende que su preocupación sea la vieja (tan vieja como la humanidad) fantasía de no morir, escapar al dominio de la muerte.

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Puede parecer trivial, pero no debemos perder de vista que las motivaciones de los poderosos puedan ser tan ridículas como ésta. Vivimos un momento oscuro, de grandes liderazgos personalistas y egocéntricos, en el que los líderes quieren volver a mostrarse temibles e invencibles, como los de épocas que ellos tienen más o menos idealizadas en su imaginación. A su vez, son hombres viejos: Putin y Xi Jinping tienen la misma edad, setenta y dos años. Netanyahu tiene setenta y cinco, Trump ya ha cumplido los setenta y nueve, más viejo de lo que era Biden cuando él empezó a decirle que era demasiado viejo para ser presidente (y aún no había dado muestras de ningún deterioro). Hay figuras no tan prominentes, pero igualmente nocivas para sus pueblos, que entran en esta gerontocracia global: Lukashenko, el perro de Putin en Bielorrusia, tiene setenta y un años; Raúl Castro tiene noventa y cuatro y fue presidente hasta los ochenta y siete, y su hermano Fidel lo fue hasta su muerte de viejo. Otros buscan perpetuarse a través de sus descendientes, como los Asad en Siria o los Kim en Corea del Norte.

A diferencia de los pobres, los poderosos caen a menudo en la vanidad de pensarse necesarios, incluso imprescindibles. También les duele morir, porque viven como ellos quisieran: imponiendo su voluntad a la del resto de las personas. Llegan a pensarse que pueden imponerla también a la muerte. Les convendría ver El séptimo sello, de Bergman, con la danza al final del filme.