Gestionar y/o transformar

Cuando se accede a puestos de gobierno, se pueden realizar cosas de profundidades y pretensiones diversas. Algunos políticos, si tienen poco que aportar, sólo los ocupan con el fin de que no lo haga el contrincante, sea por cinismo, por dejadez o porque lo terrenal sencillamente no va con ellos. En Cataluña conocemos bien esta actitud. Cuando el sentido de la responsabilidad lleva a gobernar de manera efectiva, como es debido, existen dos grandes maneras de afrontarlo en las diversas áreas: o se gestiona mejor lo que ya hay, o bien se transforma lo que necesita cambios sustanciales . En general, los gobiernos deciden, en función de prioridades, en qué ámbitos emprender cambios profundos, mientras dejan a los demás en el terreno de la continuidad, mejorando quizás sólo sus formas. No se pueden afrontar transformaciones globales a riesgo de abrir demasiados melones y no poder controlarlo. El sentido político es el que lleva a decidir el qué, el cuándo y el cómo. Es pronto todavía para interpretar qué transformará y qué gestionará el gobierno de Salvador Illa. Ya están claras algunas apuestas en las que quiere entrar a fondo, mientras que otras no tanto. Va claramente a transmutar la vivienda, la rehabilitación de barrios, el combate contra la desigualdad, la atención social, las infraestructuras, la movilidad y la financiación autonómica. No es poco. Aunque parece necesario, de momento no es tan evidente que busque revertir con cambios de paradigma el decaimiento de la enseñanza y la salud. Especialmente en este último caso, resulta imprescindible, después de años de degradación de una sanidad pública desfigurada por los intereses que se mueven en este sector y que degradan lo que debería ser estrictamente público.

Tradicionalmente, el ámbito de la cultura suele estar en lo de “mejor no remover demasiado”. Se busca asegurar unas cuantas infraestructuras vistosas, una programación lucida, y los creadores de forma espontánea ya harán el resto. Muchos de ellos conforman poderosas industrias culturales que ya se ocuparán de facturar, y mejor tenerlos de cara. Éste laissez faire permite estar políticamente tranquilos, pero implica, al fin y al cabo, creer que la cultura en todas sus dimensiones es algo más que un subsector de la decoración. Una visión muy de derechas: programación en el Liceu y en el Palau de la Música, un Teatro Nacional, algunas grandes exposiciones de renombre, semanas del libro en catalán y poco más. Se añade alguna bienal de pensamiento, que hace moderno. La política cultural, en Cataluña, hace tiempo que es más bien provinciana, incluso con las coletillas alternativas de una cierta izquierda. Barcelona y Cataluña han sido históricamente referentes culturales, sitios de atracción para la producción, el consumo y las industrias culturales. Esto, ahora, dista bastante de ser así. Aunque cabrea a todo el mundo recordarlo, Félix de Azúa lo explicitó de forma ruidosa, hace cuarenta años, con la metáfora del Titanic. El nacionalismo tiene siempre tendencia a empequeñecer la dimensión del hecho cultural, y no sólo por el reduccionismo lingüístico que suele practicar. Excesivo amor por lo folclórico, historicista y local, y más bien aversión a lo universal y vanguardista. Que haya más hipsters que nunca significa que disponemos de un buen ecosistema cultural, y mucho menos, moderno. Las industrias, entre ellas la editorial, ya no tienen su peso, mientras que a la de cine y contenidos audiovisuales le cuesta levantar el vuelo. La programación teatral es triste, y en el ámbito musical parece que la creatividad nos ha abandonado detrás de apuestas adocenadas del tipo Euforia.

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Después de tantos años en los que la producción cultural recibía apoyo –y se subvencionaba– sólo en la medida en que fuera en catalán y no por lo que aportaba, necesitaríamos un cambio de paradigma también en la política cultural. Demasiadas dudas y debates estériles sobre “qué es cultura catalana”, cuando lo que debería es entender que es universal, y que deberíamos facilitarla en todos los nichos de producción y de consumo siempre que sea innovadora, de calidad y exigente. Necesitamos apertura de miras, horizonte amplio, unos equipamientos suficientes y abandonar el relato quejoso de un país constantemente constreñido por la lengua y por una “cultura propia” que se ha reducido poco más que a folclore empobrecedor por parte de aquellos que dicen defenderla.

El relato cultural que de momento tenemos todavía es el de la ñoña Cataluña pujolista. Mucho kitsch. A la izquierda le correspondería otro y la sociedad catalana lo necesita. Aunque todo gobierno tiende al centro ya querer ser transversal, el de ahora es la alternativa a lo que había antes. Resulta paradójico que aquellos que desde el nacionalismo dicen defender al país en realidad le empequeñecen. Ahora podemos tener un proyecto cultural nuevo, estimulante, abierto al mundo y que vuelva a situar a Barcelona como lugar de referencia y disfrute cultural, y no para atraer a más turistas. Será necesario que la capacidad de gestión del Ayuntamiento de Barcelona y de la Generalitat remen en un mismo sentido, que pongan recursos, pero sobre todo que señalen un nuevo camino. Desde la cultura se construye el imaginario colectivo. No sería propio de una alternativa continuar como hasta ahora.