Los grandes reemplazos

Cuanto más circula esta idea llamada el gran reemplazo (le gran replacement en francés), más conviene leer a Homero. Que Homero existiera o no es irrelevante: lo que nos interesa es el extraordinario poder de un relato a lo largo de los siglos.

Si la ultraderecha francesa obtiene un buen resultado en las elecciones de este domingo y el siguiente, los gritos contra el gran reemplazo se multiplicarán. Ya saben en qué consiste la teoría: las élites quieren eliminar a la población blanca y cristiana y sustituirla por una amalgama inmigratoria multicolor, sin raíces y sin voluntad (en fin, algo muy parecido a lo que en otro siglo decía Jordi Pujol de los andaluces), fácil de manipular. Ignoro si existe alguna sociedad más manipulable que la de hoy. Parece difícil. En cualquier caso, el horror ante la posible sustitución de los actuales héroes blancos (ja, ja, ja) por una mezcla oscura está en la base de todas las ideologías ultraderechistas contemporáneas en Europa y Estados Unidos.

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El caso es que la historia está hecha de grandes reemplazos. Algunos muy recientes: piensen en las poblaciones nativas americanas, sustituidas o sometidas por la inmigración europea. O en el horrible trasvase que la esclavitud infligió a las poblaciones africanas. Pero el reemplazo más espectacular es lo que ocurrió hace algo más de 3.000 años en el territorio que hoy llamamos Grecia.

La famosa guerra de Troya, que quizás pasó o quizás no, se sitúa hacia el año 1200 antes de nuestra era. Era el tiempo de la sorprendente civilización micénica, que utilizó dos lenguajes escritos (el lineal A y el lineal B) todavía hoy casi indescifrables. Entonces surgieron las narraciones sobre la guerra de Troya. Poco después, hacia 1100 aC, la civilización micénica colapsó. No sabemos por qué. Y llegaron cuatro siglos oscuros llenos de migraciones, despoblaciones y caos. Fueron cuatro siglos sin escritura y, en sentido estricto, sin civilización.

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Sin embargo, quedaron los mitos sobre Troya. Al principio los preservaron los bardos, que improvisaban sus relatos cantados y añadían a cada actuación algún nuevo detalle. Luego surgieron los rapsodas, que se comprometían (bajo la vigilancia de sus colegas) a no cambiar ni una coma de unos poemas que la gente conocía bien. Aquí, en los siglos VII o VIII aC, sitúa la tradición en Homer, supuesto padre de los poemas con los que nace la literatura occidental: la Ilíada, la Odisea y otras piezas complementarias.

Las poblaciones helénicas, o griegas, habían cambiado por completo en los siglos oscuros. Eran nuevas etnias, nuevas tribus procedentes del norte y del este asiático que preferían adorar a Zeus antes que a su padre, Cronos, o al primordial Urano. Y tenían una nueva escritura. Tras el gran reemplazo, aquellas poblaciones habían adoptado el alfabeto silábico fenicio y sentado las bases del griego clásico. Cuando pudo escribir, la nueva civilización, poco homogénea, estableció para siempre los textos canónicos de los mitos homéricos. Se trataba de mitos ajenos adoptados como propios. Esto permitió a ciudades, etnias y tribus crear un espacio cultural común y una “historia” común: por más que hicieran la guerra entre sí, se sentían herederos de una misma tradición.

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Un par de siglos después, hacia el año 600 a. C., la gente de origen ignoto que había llegado durante la edad oscura empezó a crear el pensamiento occidental. En 470 a. C. nació Sócrates, padre de la filosofía. Su alumno Platón sentó las bases de la teoría política. Y el alumno de éste, Aristóteles, engendró la ciencia tal y como la concebimos hoy.

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Nunca hubo un “gran reemplazo” más fascinante que aquél. Hay que contemplarlo, aunque sepamos tan poco de lo que ocurrió durante la edad oscura de la que somos herederos, para experimentar el vértigo de la historia y, perdón por el arrebato determinista, la inexorabilidad de sus movimientos. La historia es una sucesión de grandes migraciones y grandes reemplazos, de edades oscuras y siglos que, con la perspectiva del tiempo, se consideran gloriosos. También es una sucesión de mitos, como éste tan peculiar según el cual los pobres reyes visigodos fueron los fundadores de la auténtica España: a algo había que agarrarse para borrar siete siglos de presencia musulmana en la península.

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Resulta casi enternecedor ese afán de la ultraderecha (que, seamos sinceros, muchos compartimos de forma más o menos inconsciente) para detener el mundo y dejarlo para siempre inmóvil, con su occidente privilegiado y su eternidad blanca. Miremos hacia Francia. Miremos hacia Estados Unidos. Es una época interesante.