Hay un tipo de placer que es lo contrario a la inquietud de la angustia climática. Es el placer de cuándo (dirías que) estás creando diversidad ambiental. Cuando tienes un test y en el test viene una mariposa. Cuando pones agua en un cuenco, en la ventana, y los pájaros se abrevan. Cuando haces, humildemente, compuesto. Cuando te parece, sí, que estás mejorando esa tierra, de ese huerto, porque le tiras cáscaras de huevos.
Me gusta enseñar a Instagram estos momentos de escalofrío en la nuca. Veo una araña haciendo la telaraña (sí, sí, perdonen, no he dicho “tela”) o veo los árboles frutales que acabamos de plantar y que demuestran una fe que no hace falta decir que no tengo. No es por hacer el meco, es por compartir con desconocidos esta idea de mejora climática. La noto en algunas abuelas de Barcelona, cuando van a tirar —a veces en silla de ruedas empujada por la cuidadora— la bolsita de reciclaje en el contenedor que toca. Siempre han aprovechado estas mujeres. Nunca han desperdiciado.
Pongo, pues, los frutales en Instagram. Qué feliz soy, qué locura. A mi alrededor, dolor, enfermedad, pena. Y estos frutales, va y me van a sobrevivir, si todo va bien, y llueve fuerza. Y he aquí que cuando estoy eligiendo la foto, un mensaje de Instagram me dice: “Certifique si este post está hecho con inteligencia artificial”. Madre mía. Podría decir que sí. La calabacera, que me regaló Olga, la vecina, no parece real. Y la higuera, que un día crecerá porque no permitiremos que nunca nadie la arranque, con ese olor de las hojas, es como de mentira. Sí, sí, digo que sí. Que la foto está hecha con inteligencia artificial, veamos qué pasa. Es irreal, por supuesto. Es la mejor broma y el mejor homenaje que podré hacerme hoy.