¿Hubo alguna vez un votante racional?

“La economía, estúpido”. ¿Se acuerdan? En 1992, el demócrata Bill Clinton fue candidato a la presidencia de Estados Unidos con una campaña basada, esencialmente, en tres frases breves que su asesor James Carville había escrito en una pizarra: “Cambio o más de lo mismo”, “La economía, estúpido” y “No olvidar el sistema de salud”.

La idea era llegar a la Casa Blanca hablando de las necesidades e intereses más urgentes de los ciudadanos. O sea, apelando a la racionalidad del votante. Y Clinton ganó. Pero no porque el votante fuera racional, sino más bien porque un tercer candidato, el empresario texano Ross Perot, se llevó casi el 20% de los sufragios y dividió el campo republicano. Sin Perot, George Bush padre habría ganado de calle.

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Tendemos a creer, quizá porque necesitamos un mínimo de fe en el sistema, que cada ciudadano vota según sus intereses. Y que del recuento se puede deducir algo catalogable como “interés general” o, al menos, “interés mayoritario”. Eso es bastante falso.

En 2007, el economista Bryan Caplan publicó en Estados Unidos un ensayo titulado “El mito del votante racional: por qué las democracias eligen malas políticas”. El libro tuvo un impacto considerable, aunque hubiera otros ensayos anteriores con tesis y ejemplos similares, como “Democracia: el dios que fracasó”, de Hans-Hermann Hoppe. No hace mucho, en 2016, apareció “Contra la democracia”, de Jason Brennan, argumentando más o menos lo mismo. En todos los casos, los autores acaban proponiendo que sólo ciudadanos “cualificados” tengan derecho a votar. Lo cual, por cierto, tampoco resulta convincente.

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Si consideramos que el voto racional es el que se ajusta a los intereses del votante, los ejemplos de irracionalidad son casi ilimitados. Por ejemplo, un empresario agrícola cuyo negocio se basa en la mano de obra inmigrante puede votar por un partido cuyo objetivo principal es prohibir la inmigración, y quedarse tan satisfecho.

Recordemos que el libro de Caplan apareció en 2007, hacia el final del mandato de George W. Bush. Es decir, en otra época. Cuando se publicó en España (2016), lo del votante irracional se había convertido ya en una obviedad. 2016 fue el año del referéndum sobre el Brexit y de la elección de Donald Trump. Dado que Donald Trump (golpista, defraudador, mentiroso patológico y quizá mentalmente enfermo) parece destinado a ser de nuevo el aspirante republicano este año, la irracionalidad puede darse por confirmada.

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De tener alguna consistencia lo de “es la economía, estúpido”, o sea, el bienestar o malestar material de los votantes, el viejo Joe Biden tendría la reelección asegurada. La economía estadounidense marcha mejor que con Trump. Sin embargo, no es el caso. Uno de los factores principales de la irracionalidad gira en torno a la fidelidad al partido, o al líder, lo cual podría confundirse con una cierta coherencia ideológica. La fidelidad al partido, o al líder, va unida a la necesidad de que sus rivales sean derrotados. Digo rivales pero debería decir enemigos: la política del siglo XXI se basa en la confrontación, cuanto más brutal y visceral, mejor.

Hablábamos de coherencia ideológica, o sea, de otro mito. Un ejemplo claro es lo que ocurre en el interior del PSOE. Emiliano García-Page, presidente de Castilla-La Mancha y veterano militante socialista, dice sobre la amnistía a los participantes en la declaración de independencia de Cataluña y en las protestas posteriores exactamente lo mismo que decía Pedro Sánchez hace muy poco. Pero decir eso ahora es buscarse la excomunión. Lo que hace siete años era blanco ahora es negro.

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Cabe hacer una precisión sobre la irracionalidad de los votantes: en no pocas ocasiones es consecuencia de la irracionalidad de los dirigentes políticos. Vistos desde el momento presente, ni el Brexit ni las elecciones que llevaron a la breve declaración de independencia de Cataluña parecen una exhibición de racionalidad. En su momento, sin embargo, tuvieron su lógica.

A los británicos se les prometió que salir de la Unión Europea no sólo era fácil, sino también beneficioso. A los catalanes se les prometió que romper con España también era fácil (resultó que no) y beneficioso (eso quedó por ver). Los votantes decidieron creérselo, lo cual tuvo su lado racional (hay que conceder una mínima credibilidad a los políticos para que la democracia liberal funcione) y su lado irracional: seamos realistas, hoy en día hay que hacer un gran esfuerzo de voluntad para creerse a los políticos, sobre todo cuando prometen grandes cosas.

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Vivimos un fin de época y caminamos a ciegas, bajo la amenaza de un cambio climático potencialmente cataclísmico. Eso explica en parte todo tipo de irracionalidades. Sobre la cuestión de si existió alguna vez un votante racional, lo racional, me parece, es creer que no.