Pantallas y jóvenes: arreglando cristales a martilladas

Una chica mirando un 'smartphone'
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Estaba haciendo limpieza de correos y boletines cuando me he quedado atrapada en uno que empieza así: "si tienes entre 18 y 30 años, te interesan los derechos humanos y la tecnología, ven. Aplica para formar parte de un programa con jóvenes de todo el mundo. Hablaremos de cambios liderados por jóvenes y tejeremos una red resiliente". Si me he quedado atrapada es por la mirada constructiva, respetuosa y potenciadora que desprende la invitación. Lo que me ha golpeado es el contraste con las narrativas mediáticas habituales.

Si le pregunto en qué piensa cuando hablamos de jóvenes y derechos digitales, probablemente le vendrán a la cabeza titulares sobre control de los malos usos y adicciones. Pongo la mano al fuego de que los discursos más presentes son los que focalizan los riesgos (están y no podemos negarlos), narrativas que se orientan al miedo y sólo invitan a soluciones restrictivas, de contención y prohibición. Si el mantra es que no duermen porque están en conexión permanente, que no saben vivir sin el móvil en la mano y que la única forma de gobernar la situación es prohibir los móviles hasta los 16 años, el marco de posibilidades es francamente reducido. Como decía Chomsky, tan importante es lo que se dice como lo que se esconde. Se está consolidando un imaginario negativo y patologizando que puede precipitar decisiones legislativas y gubernamentales de estrecha mirada.

Sin embargo, la evidencia científica sobre la exposición a pantallas y sufrir angustia y depresión es todavía confusa y poco definitiva. El volumen de diagnósticos de adicción y usos problemáticos de videojuegos o internet no llega al 10%. Por el 90% restante, si hay sobreusos probablemente se deba a una falta de hábitos digitales o bien un síntoma que enmascara un problema de base. Y sólo la ayuda profesional podrá sacarnos de la duda. La única afirmación que se sostiene es que en caso de mucha exposición a redes, las personas en situaciones vulnerables son las que ven perjudicada su salud mental.

Qué importantes son los imaginarios para construir y reproducir realidades, y qué papel tan fundamental que tienen los medios. Al mismo tiempo, me parece irresponsable esa cobertura mediática parcial y juzgadora. Algo no estamos haciendo bien si señalando las (malas) vidas digitales de los jóvenes lo que alimentamos son los sentimientos de angustia y culpa. Angustiados porque se encuentran cautivos en los espacios de socialización digital. Culpables por no poder controlar el impulso de estar en conexión permanente. Para todos, los medios tradicionales son un espejo desfigurado en el que se miran poco y cada vez menos. Proteger la salud mental de los jóvenes señalándolos y alimentando su culpa, es como reparar un cristal roto a martillazos. Los mismos titulares que alertan cómo los hábitos digitales pueden afectar a su salud mental, acaban empeorando su bienestar. Como si los adultos lo tuviéramos resuelto. Como si fuese fácil hacerlo sin ayuda. Como si no fuera un problema sistémico.

Tanto consenso en torno al discurso del miedo incluso hace malpensar. Y después del ejemplo de Australia, Francia, Italia (y los que vendrán), aún diría más: ve que no utilice a los jóvenes de caso de uso. Y que así como con Covid nos acostumbramos a los aplios de rastreo de movimientos, con la excusa de proteger a los menores de edad estemos abriendo la puerta a ensayar nuevas herramientas de control biométrico, verificación de identidades y rastreo de comportamientos virtuales .

Por todo esto, me pregunto si habría que reivindicar una suerte de pacto informacional que rehuya el adultocentrismo y el despotismo. Esto no significa olvidar el problema, sino ampliar el marco de debate para dar cabida a la acción y la búsqueda de soluciones que empoderen. Imaginemos que durante una semana prensa, tele y radios nos mostraran cómo los jóvenes son agentes de cambio gracias a sus destrezas digitales. O dieran voz a las historias de conexión, apoyo y sostenimiento mutuo que albergan las redes sociales. Los jóvenes no necesitan mayor control, sino escucha y reconocimiento.

Las respuestas elaboradas requieren tiempo y reflexión conjunta que la economía de la atención no desea acoger. Un tiempo que nos han hecho creer que no tenemos mientras nadamos (jóvenes y mayores) entre cebos de clics. Los mecanismos que fomentan titulares simplistas y autoritarios son los mismos que explotan a las inseguridades adolescentes. Mientras la queja y el malestar estén servidos, la esperanza deberemos regarla con debate social constante. Sólo así podremos reclamar entornos digitales justos, libres y saludables.

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