¿Hay más gérmenes en un libro que en un billete de veinte euros?


Hay bibliotecas que empiezan a disponer de esterilizadores de libros. Algunos usuarios, sorprendidos por la innovación, han colgado una fotografía en las redes sociales. Quizá sea propio de los procesos de preservación de los libros, pero, al menos, no es tan habitual que estos aparatos estén a la vista de los usuarios. Más o menos, tienen el aspecto de un microondas. Dentro hay ganchos o atriles que permiten colocar los libros abiertos, con las páginas formando un abanico. Así, el sistema de desinfección se lleva a cabo de forma integral. Funciona con luz ultravioleta. Cuando se pone en marcha, un ventilador estimula ligeramente el movimiento de las hojas facilitando que los rayos se filtren en el interior de todas las páginas. Los fabricantes aseguran que estos aparatos tienen la capacidad de terminar con bacterias, virus y hongos. Pero lo que no acaba de quedar claro es si este servicio tiene el objetivo de cuidar el libro o es por la seguridad del lector. O las dos cosas a la vez.
En este tratamiento higienizador subyace un choque entre la tradición y las nuevas precauciones de las sociedades modernas. Los libros son unos objetos venerados y parte de su simbolismo tiene que ver con la capacidad de trascender, y, por tanto, de acumular la huella del paso del tiempo. Es inevitable que las personas que lo han utilizado dejen un rastro, las marcas de uso, aunque sea por el discreto acto de pasar las páginas. El libro, además del contenido narrativo, es depositario de un recorrido humano que contribuye a darle una historia colectiva. Es lo que Umberto Eco llamaba "la memoria vegetal" apelando a su calidad de tangible y perdurable. En plena era digital, en la que se nos despoja de la materialidad de buena parte de los objetos, el libro reivindica la experiencia táctil, visual y olfativa, que se va transformando con la acumulación de lectores en una biblioteca. No es lo mismo tener entre manos un libro nuevo que un ejemplar de hace un siglo. Que el paso del tiempo se manifieste en sus páginas interviene en la percepción del acto de lectura.
La desinfección de los libros, como una opción voluntaria y consciente de algunos usuarios para garantizar su seguridad sanitaria en el proceso de lectura, nos remite a la necesidad de individualización en medio del ritual de colectividad que suponen las bibliotecas. Los libros se convierten en un material a desinfectar y parece que el proceso tenga que ser explícito de cara a los usuarios como factor de tranquilidad. Esterilizamos un libro, pero no las cartas de un restaurante, el móvil del mensajero de Amazon donde firmamos, las máquinas donde compramos los billetes de tren, los peines de la peluquería, los teclados de los datáfonos o la barra de los carros del supermercado. Pensar que un libro es sanitariamente más peligroso que cualquiera de estos otros artilugios es entender que son objetos que tienen un contacto con nuestra intimidad muy superior al resto. ¿Hay más gérmenes en un libro que en una máquina expendedora o en los billetes de veinte euros? Las máquinas esterilizadoras de libros hacen emerger la idea del libro como transmisor de enfermedades, como un elemento potencialmente dañino para el lector. En un momento en el que la extrema derecha también considera que hay libros sucios en un sentido más metafórico, estas máquinas ofrecen la posibilidad de obtener libros desinfectados. La pregunta es si, en algún momento, alguien considerará que las bibliotecas son, por lo tanto, un espacio de riesgo que conviene neutralizar o crear áreas asépticas para consultar y leer.