Tráfico en la Gran Vía de Barcelona en dirección al Mobile, a primera hora de la mañana
Crítico literario
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Hace pocos días la BBC publicaba un reportaje sobre las preocupantes consecuencias que el ruido urbano puede tener sobre la salud, y Barcelona tenía en él un lugar protagonista. Hay que decirlo: el concepto de “contaminación acústica” es demasiado rebuscado o sofisticado para referirse o denunciar coloquialmente el ruido, el vocerío de alto voltaje, la locura acústica que brota de las calles, de los lugares públicos, de las casas que dan a la vía pública, el crujido de unas palomitas en el instante más sublime de una película, en no pocos balcones donde hay gente hablando a gritos por el móvil a hasta altas horas de la madrugada. Esas innecesarias estridencias públicas también se producen en el transporte público: buses, metros y trenes de cercanías. Podría alargar la lista de estos ruidos hasta el infinito en Barcelona (también debería incluir los estruendosos ruidos de los aviones que sobrevuelan las poblaciones cercanas al aeropuerto del Prat). Ya puestos, últimamente es muy difícil encontrar un lugar público donde el barullo sonoro no sea lo normal. Y lo aceptado, casi bienvenido a juzgar por las caras extasiadas que ponen los ocasionales oyentes del último reguetón de moda servido, por unos voluntariosos céntimos a toda pastilla en los metros o en la vía pública. En los restaurantes el murmullo ha dejado paso a la bulla, también al inaguantable ruido que permiten los camareros que hagan las mesas y sillas que desplazan de un sitio a otro; al chillido de los niños cuyos progenitores no hacen nada para que hablen en voz baja, como suele pasar en cualquier restaurante de Francia, donde los padres con envidioso arte persuasivo transmiten a sus vástagos la obligación que tienen de no superar nunca la barrera del sonido ideal (porque este sonido existe). También ya comenzamos a ver en la calles de Barcelona a personas, la mayoría de ellos transportistas de comida a domicilio, que llevan adheridos a sus bicicletas minúsculos equipos de música con hirientes altavoces.

¿Podemos aspirar a vivir en Barcelona con sonido cero? Pues no, simplemente porque el sonido cero no existe. O dicho de otra manera, es el silencio absoluto el que no existe. Existe el sonido ideal. Seguramente el mismo que encontró el hombre de Neandertal cuando comenzó a andar por nuestro planeta para buscarse la vida.

Si no superamos los 50 decibelios, nos llegará intacto el trino de los pájaros, muchas especies de ellos hoy al borde de la extinción o están menguando rápidamente, como es el caso de los gorriones. ¿Cuándo veremos recuperado nuestro derecho a vivir en una ciudad sin estridencias y que lleguen a nuestros oídos el murmullo humano, ahora tan imposible como necesitado? Citaré dos ejemplos que grafican lo que yo llamaría los sonidos del silencio. Precisamente una de las más bellas canciones de los años sesenta se titula Elsonido del silencio. Pues bien, su autor, Paul Simon, contó que un día necesitaba imperiosamente un silencio absoluto para componer. Se encerró en el lavabo y comenzó a esbozar y borronear notas, hasta que descubrió que necesitaba un mínimo sonido de fondo y abrió el grifo de la ducha; de esta manera milagrosa, esa fina lluvia artificial lo enfiló hasta su canción. En estas mismas páginas, hace unos días, el poeta y traductor Feliu Formosa confesó que el momento más triste del día a día en la residencia donde vive, es el silencio absoluto a la hora de comer. Un silencio devastador, se desprendía de sus palabras.

El defensor del pueblo de Madrid atiende estos días las quejas de los vecinos de algunas poblaciones aledañas a M30, por la insoportable contaminación acústica que esta vía viene generando desde hace mucho tiempo. El insostenible estrépito que nos rodea no nos permite estar en contacto con los sonidos de la naturaleza y de la humanidad. El murmullo de las voces en una cafetería nos da vida, por eso en algún momento del día acudimos allí. Son los sonidos de la humanidad en su normal desenvolvimiento diario lo que nos atrae. Pero también el mugido de las vacas en sus granjas alimentándose o comunicándose con sus crías. O el zumbido de las abejas. Una búsqueda en internet del significado de “ruido de fondo” puede informarnos de cuál es la diferencia entre un ruido natural y otro, como un intruso, más inoportuno.

Existe hoy en Barcelona el debate sobre el ruido procedente de los patios escolares. No pretendo pronunciarme sobre él; diré solo que, si hoy en el metro que cogemos habitualmente, una criatura llama la atención de su madre con el único medio que tiene para reclamar el pecho, el siempre eficaz llanto, aquí no tenemos el ruido, tenemos el sonido exacto de la vida.

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