La ignorancia de los políticos (y la nuestra)

La ignorancia está muy bien repartida. Todos somos una combinación de ignorancias y conocimientos. "Todos somos ignorantes, solo que lo somos sobre cosas distintas", decía Mark Twain. El historiador Peter Burke lo cuenta con perspicacia (y conocimientos) en el libro La ignorancia, un repaso de los últimos 500 años. La tesis central es que "la aparición de nuevos conocimientos a lo largo de los siglos ha comportado a la fuerza nuevas ignorancias". La capacidad individual tiene límites. Nuestros abuelos tenían que aprenderse el catecismo y los reyes godos. Nosotros dedicamos el tiempo a mirar series de Netflix y viajar con vuelos baratos para coleccionar ciudades y comidas exóticas. El economista Von Hayek ya lo expresó de forma paradójica: cuanto más aumenta el saber colectivo gracias a los avances científicos y académicos, "más pequeña es la parte de todo ese conocimiento que cualquier mente es capaz de absorber".

Los políticos, los gobernantes, no están exentos de esta dinámica. Algunos incluso hacen bandera de ello. Existe un concepto revelador, acuñado por otro economista, Anthony Downs: la "ignorancia racional". La de aquellos que piensan que no vale la pena informarse. Argumentos no les faltan: nunca lo sabremos todo, hay exceso de información, corren muchas fake news, nuestra voz será ignorada y nuestro voto contará muy poco, nos engañan... El populismo incentiva ese escepticismo banal, también llamado desafección política. Trump y Bolsonaro esparcieron alegremente su ignorancia negando la pandemia del coronavirus y la crisis climática. Y se quedaron tan anchos. Su estupidez tuvo gravísimas consecuencias.

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Las guerras también han sido fruto de la ignorancia del pasado. Los estadounidenses, al invadir Afganistán, cometieron errores como los que habían hecho embarrancar allí mismo a los británicos en 1839 y a los rusos en 1979. Tres fracasos imperiales. Pero los que han salido peor parados son los afganos, claro. El país está hoy arrasado y en manos de un gobierno de fanáticos, los talibanes, que más allá de su fe lo ignoran todo y que quieren ciudadanos (especialmente las mujeres) ignorantes: casi la mitad de la población es analfabeta. Pero del caso afgano hablaré otro día...

Burke menciona el caso español. Dice que el advenimiento de la democracia fue favorecido por el recuerdo de la Guerra Civil. Ahora, en cambio, con la guerra (y la dictadura) menos presente, la democracia española "parece que se esté debilitando". Lo dice él. El desacomplejo de la ultraderecha se explica por el olvido de la propia historia. Vox es ignorancia, desmemoria. Ignorancia selectiva, naturalmente. La democracia se ha vulgarizado, la española y todas. En lugar de debates, existen teorías de la conspiración. El ruido mediático es ensordecedor, la política marcada por el presentismo de las redes sociales resulta letal.

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¿Hay remedio? Existe un gran desconcierto, una gran ignorancia. "La educación no sale cara. Lo que sale caro es la ignorancia", decía el ya desaparecido brasileño Leonel Brizola, rival dentro de las izquierdas de Lula da Silva. Siempre vamos a parar a la educación, que en Inglaterra, uno de los países pioneros en su universalización, es obligatoria desde 1870. La ecuación era: si todo el mundo debía tener derecho a voto, mejor que no fueran ignorantes. Pero hemos ido a parar al analfabetismo funcional, otro nombre para la "ignorancia racional" que permite que los gobiernos del mundo vayan retrasando la respuesta a la crisis climática y vuelvan a solucionar sus pleitos históricos con guerras salvajes. Sí: la ignorancia es un arma de destrucción masiva. Destruye la democracia, la cultura, la tolerancia, la naturaleza. Trump vuelve a encabezar las encuestas y su amigo Netanyahu, que ignoró la alerta de un general veterano sobre el ataque de Hamás, está provocando una carnicería de inocentes.