¿Inmigración e integración? ¿O racismo y pobreza?

En el debate sociopolítico actual en torno a las diversas fracturas sociales que atraviesan nuestra sociedad, existe una tendencia reduccionista de señalar, con una facilidad y una impunidad alarmantes, a dos colectivos especialmente vulnerabilizados: las personas percibidas como inmigrantes y las empobrecidas. Mientras toma forma una convergencia en la derecha política para señalar a los recién llegados como jefes de turco de problemas estructurales como es la emergencia habitacional, persiste la acumulación de análisis mediáticos que, disfrazadas de objetividad, criminalizan la pobreza de las capas sociales con mayores necesidades materiales insatisfechas.

¿No tiene ningún sentido, al menos constructivo, problematizar la inmigración cuando este estatus no deja de ser algo transitorio: al cabo de cuántos años de residencia en un país se deja de ser inmigrante? datos del Idescat (2024). La facilidad que supone enfocar el debate desde esta perspectiva nace de la inclinación a buscar la responsabilidad de los fracasos de la clase política frente a problemas enquistados –fruto de males generacionales como el estancamiento de los salarios o la precariedad juvenil– bajando la mirada en dirección a los grupos sociales con menor capacidad de incidencia política (sin derecho a voto) y/o.

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Es innegable que la brecha con mayor impacto en nuestro día a día se concreta en las desigualdades relacionadas con nuestra capacidad económica diferenciada. Esta grieta es la que explica justamente que no se puedan integrar en nuestras sociedades, o que tengan menos margen para participar en nuestros barrios, las personas que sufren carencias materiales estructurales, y da igual si estas personas responden a los nombres de Mamadou, Fátima, Maria o Jordi. Los discursos que culpabilizan a las personas percibidas como forasteras de su exclusión obvian, intencionadamente, que la no integración de estas personas es consecuencia de la falta de cobertura de necesidades básicas. En el contexto actual, sin satisfacción de las necesidades materiales y garantía de la conciliación familiar no existe margen para la participación político-social o cultural.

La etiqueta inmigrante sirve para definir la alteridad, aquellas personas percibidas por el grupo social hegemónico como ajenas. Tanto es así que es percibida como inmigrante en Catalunya cualquier persona de piel negra o de ascendencia magrebí, independientemente de que haya nacido o no en Catalunya, que haya vivido aquí más de 30 años o que hable un catalán que envidiaría a Pompeu Fabra. En este sentido, un análisis rápido del lenguaje que utiliza la prensa demuestra cómo la etiqueta de inmigrante está reservada sólo para aquellas personas percibidas como forasteras (i) empobrecidas. Se diferencia entre personas forasteras con alta capacidad económica, que son llamadas extranjeras, comunitarias o expatos, y aquéllas con menos recursos dinerarios, que son consideradas inmigrantes y que suelen provenir del Sur Global –origen de las personas que pertenecen a colectivos que han sufrido esclavitud, colonización o dinámicas imperialistas o de expolio estructurales.

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Centrar el debate en la inmigración y la integración estigmatiza al colectivo de personas percibidas como forasteras (del Sur Global). Hay que hablar más de los elefantes en la habitación: el racismo y la pobreza. Esta perspectiva aglutina a más personas y explica mucho más los sesgos que fracturan nuestra sociedad.

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Seguir en la primera dinámica es hacernos trampas en el solitario. Trampas porque parte de las razones más o menos conscientes de quien la perpetúa es la pretensión de abordar diversas problemáticas sociales como la pobreza endémica o la infrafinanciación de los servicios sociales, poniendo el foco en grupos sociales minorizados, sin poder político o económico y que, por tanto, presentan menos riesgo de contestación o represalia. Es un autoengaño que aporta, en el contexto geopolítico actual, beneficios políticos dado que la vieja receta del enemigo común se está comprobando exitosa en Occidente. Y económicos, ya que este relato está resultando goloso para los sectores empresariales que viven de los miedos sociales, del odio de unos contra otros y de la polarización en el mundo digital.

Esta distorsión de la realidad a través de un lenguaje que señala y prejuzga supone un freno a cualquier proyecto de país que aspire a la cohesión social oa fomentar un sentimiento de pertenencia. condicionan de una forma singular: el racismo y (por consiguiente) la pobreza material.