La insolencia de Ayuso

La mayoría de la gente que conozco tiene una única definición de democracia fundamentada en su etimología, es decir, en las dos palabras griegas que la construyen: pueblo y poder. Muchos expresan que es el mejor sistema de gobierno, a pesar de que no sea perfecto y estén cansados. Sienten que les están robando, pero lo mismo da. Todos los demás sistemas conocidos han ido peor y, en estos tiempos donde impera la desconfianza, es difícil concebir una nueva manera de organizar la sociedad que implique vivir de una manera más sana. 

No es fácil extirpar una etiqueta que nos han impuesto en la escuela, en los libros o en los medios de comunicación y que se desliza por la familia, los amigos y las tascas a todas horas. Tuve que llegar a los 20 años para descubrir que había diferentes maneras de definir la democracia y que todas ellas eran propuestas muy diversas que desvelaban profundas problemáticas. Joseph Schumpeter en el siglo pasado decidió abandonar la definición inocente y clásica de democracia para proponer una más interesante. Preconizaba que ya no tenía que ser vista como un sistema de gobierno donde el pueblo tiene el poder, sino como una guerra entre grupos o élites dominantes que buscan mantener su mando o arrebatárselo a otros. Como él era economista, tenía un bagaje cultural que le permitía observar la política con nuevas premisas. Su teoría defiende que el votante es un consumidor que simplemente compra las promesas de un partido o de otro a partir de la poca oferta de la que dispone. Aun así, el votante no es un consumidor cualquiera. Es un consumidor de andar por casa, porque compra unos productos que casi no conoce. Le faltan las competencias para decidir a quién votar. ¿Cuánta gente dispone del tiempo necesario para informarse de todas las leyes, decretos o decisiones? Y no sólo esto: ¿quién puede cultivarse y decidir con capacidad cuál es el partido con el que congenia? ¿Qué sucede cuando ninguno de ellos le convence? ¿Tiene que contentarse con el que le parece menos malo? 

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Si entendemos la democracia como un mercado y las palabras de los políticos como meros productos susceptibles de ser comprados, quizás entenderemos la insolencia de Ayuso. No está loca; es muy consciente de lo que hace. A pesar de ser de derechas, expresa quejas socialistas o de izquierdas para comprar votantes. Sabe que poca gente se esforzará en analizar su verdadera ideología en una época donde la palabra huidiza ha adquirido mucha fuerza y el discurso político se analiza como si fuera prensa rosa. El populismo observa los anhelos de las clases menos politizadas y los problemas de las clases sociales más bajas y los incorpora dentro de su discurso para atraer fieles. No es de extrañar, pues, que el día 1 de agosto Ayuso escribiera en su cuenta de Twitter que no acataría el real decreto ley 14/2022 –de hecho, lo llevará al Tribunal Constitucional– porque no quería poca luz en las calles, entre otras razones diversas. En efecto, la poca luz en las calles genera inseguridad. Solo hay que recordar el miedo que pasamos las mujeres cuando no sabemos si habrá un hombre esperándonos en la esquina. Pero el ejercicio que hace Ayuso no es este. Ella no propone una solución a aquello que critica –como podría ser la defensa de una salida de la dependencia que tenemos de los combustibles fósiles para instaurar una manera más sostenible de conseguir energía y así poder mantener encendidos las luces de los escaparates de las calles–, sino que recoge el malestar concreto de un sector de la población ante estas nuevas decisiones y lo aprovecha para simular una solidaridad mayor con la gente perjudicada por la nueva medida. De este modo Ayuso se erige como la defensora del pueblo ante una casta política corrupta que no ha tardado en tildar de dictatorial a través de una protesta que no propone nada nuevo en su programa. Ha asumido las normas del juego de las democracias liberales aprovechando su intrínseca estructura para torpedearlas desde dentro mientras ella se viste con la túnica de la libertad. En realidad, a ella no le interesa criticar la bien considerada democracia, sino acabar de destrozar unos partidos políticos ya bastante desprestigiados por la opinión pública. Su discurso no es creador y, además, esconde su vertiente neoliberal.

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Cada vez que Ayuso hace una de estas entradas bulliciosas en la esfera pública las redes sociales y los medios de comunicación se alarman. Son la comidilla y ya. Es una lástima que las desavenencias de los políticos se usen para cubrir de lodo lo que es visto como contrincante y que los partidos no se esfuercen por encontrar líneas de pensamiento común para combatir las dificultades existentes. Tenemos un futuro negro y necesitamos poder confiar en unos políticos que no solo busquen mantenerse en el poder gracias a una serie de chismes vacíos. Si continuamos pensando la democracia como un combate para conseguir el máximo número de votantes, nos iremos al garete.