La insoportable ligereza de los políticos estrella
En casa me transmitieron un valor de esos que parecen de otro planeta: si haces alguna buena acción de forma desinteresada, alardearte le resta todo el valor. Si das limosna o haces un regalo o un favor, dedicarte a presumir de tu generosidad lo convertía automáticamente en lo que hoy llamaríamos autobombo. Esto es, en promoción personal, inversión en la propia reputación. Es decir, en publicidad y, en el caso del poder, en pura y simple propaganda. Por eso, incluso el sanguinario Hasan II concedía de vez en cuando un puñado de indultos y se presentaba ante los súbditos como clemente y misericordioso (que son los dos atributos más repetidos en referencia a Dios en el islam). En tiempos de redes sociales y viralidad, esa ética del altruismo que me inculcaron las mujeres de mi familia parece del todo obsoleta. Vemos en la política, los movimientos sociales y el activismo personas sinceramente comprometidas que dedican su tiempo, su energía y sus esfuerzos a transformar el mundo en el que viven por una convicción profunda. Los reconocerá porque probablemente no les sale demasiado a cuenta su implicación vocacional y seguro que a menudo se deben preguntar si vale la pena la cotidiana confrontación con unas fuerzas mucho más poderosas, pero el pensamiento se disipa enseguida porque hay mucho trabajo por hacer y las dudas se dejan para la intimidad. Pienso en tantas organizaciones feministas que trabajan desde la base, en tantas entidades dedicadas a la pobreza infantil, en todos aquellos médicos que se marchan a zonas remotas a ejercer su oficio, pero también en las maestras, trabajadoras sociales y enfermeras que atienden a personas olvidadas en barrios olvidados que no importan a nadie. Claro que es su trabajo pero no es lo mismo que una médica de cabecera te responda "no sé de qué me hablas" que no que te escuche con toda la atención puesta en ti aunque sólo sean cinco minutos. Todas mis esperanzas en la humanidad las tengo depositadas en estas personas tremendamente útiles que no salen nunca en televisión ni se hacen tiktoks mostrando su heroísmo en la consulta, en el aula o donde esté.
En el otro extremo tenemos figuras públicas que dicen dar la cara por las causas que defienden pero no vemos exactamente en qué se traduce su compromiso. Pienso en un Gabriel Rufián que prometió que dejaría el Congreso en 18 meses cuando se consiguiera la independencia de Catalunya y ahora nos solucionará los problemas de vivienda, o en una Ada Colau que no solucionó el tema de la vivienda en Barcelona pero con su crucero por el Mediterráneo ha detenido un genocidio y ahora se pasea por todos alcaldía porque los comunes han decidido cambiar el código ético que lo impedía. Se me puede reprochar, y reconozco que es así, que soy excesivamente dura con esa hornada de políticos de mi generación, pero es que son los últimos en engañarnos y lo han hecho muy bien. Del bipartidismo ya no esperábamos nada, nos habían decepcionado y, según cómo, habían traicionado los intereses de aquellos ciudadanos cuyos derechos decían defender, y cómo idiotas caímos en los brazos de un populismo vacío y simplista que se sustentaba sobre individuos estrella que nosotros mismos convertimos en ídolos. Pensábamos, ilusos, que aquello era la punta del iceberg. Que las consignas, la exhibición constante, la adicción a los focos y medios eran la parte visible de un programa sólido que transformaría nuestras vidas. Pero la nueva política no era más que eso: publicidad para sus vedetes que revierte en sí mismas y sólo en ellas, y un mero producto de la cultura del espectáculo en el que vivimos y nos hemos educado.