La larga distopía americana
Pocos días antes de las elecciones estadounidenses, no puedo dejar de mirar atrás en esa larga distopía americana que nos acompaña. Viví las elecciones del 2016 (Clinton vs. Trump) y del 2020 (Trump vs. Biden) desde Nueva York. Ahora vivo las del 2024 (Kamala vs. Trump) ya devuelto a Cataluña y tengo la extraña sensación de déjà-vu permanente. Como si una excepcionalidad silenciosa nos persiguiera.
El 16 de junio del 2015, el famoso y mediático millonario Donald Trump irrumpía en las primarias del Partido Republicano para anunciar su candidatura a la presidencia de EEUU. Lo hacía desde la Trump Tower de Manhattan, en una escena estrafalaria pero no tan novedosa en la larga historia de millonarios que han soñado con presidir una nación fundada a partir de un mantra invencible: el éxito llegado del dinero.
Nadie se lo tomó demasiado en serio, pero su mensaje de campaña marcaría un antes y un después en el imaginario nacional. El Make America great again lo ha removido todo en las pasiones políticas. La fuerza del renovado populismo conservador de Trump ha sido generar un marco discursivo que disputara la batalla cultural a la izquierda, justo en un momento en que ésta sufría cambios. En la última década hemos visto cómo el pensamiento clásico de los partidos y sindicatos de izquierdas se veía desplazado por la energía de una nueva ideología woke, que ha pasado de ser el espacio de activismo antirracista a un pensamiento interseccional que engloba diversas causas como el feminismo, el colonialismo y la nueva ola antibelicista.
Pero lo cierto es que todo discurso ha venido condicionado por la sombra de la figura intrusa de Donald Trump. Desde sus towers, palacios de Florida o redes sociales propias, como Truth Social, Trump vive alejado de un mundo al que desprecia y al mismo tiempo condiciona. Ésta es la gran paradoja americana: una sociedad monopolizada por un ser que niega buena parte de los valores bonistas que fundaron la nación.
Esta paradoja es el acta de defunción de Estados Unidos tal y como los hemos entendido durante décadas: una nación excepcional, la única capaz de mantener la Constitución intacta y la cita electoral cada cuatro años desde la fundación. El reverso de esa mirada purista nos dice que ninguna sociedad puede vivir como lo hacía hace 250 años. Que sólo se hayan hecho veintisiete enmiendas a un texto escrito en plena era colonial es tan arcaico como seguir eligiendo al presidente mediante colegios electorales, un sistema de voto indirecto que falsea la realidad demográfica del país, que tanto cambiado. Seguir hablando de la "gran democracia del mundo" cuando el país sufrió una guerra civil un siglo después de su fundación (años 1861-65) y cuando hoy en día se expone a una guerra de carácter sociocultural ya no es defendible.
¿Por qué perdura el fenómeno Trump, entonces? Porque el sedimento de su desgastadora disrupción evoluciona. Si la primera ola trumpista (la victoria inesperada contra Clinton) la vivimos con incredulidad pero con la convicción de que asistíamos a una “anomalía del sistema” que éste ya corregiría, los cuatro años de su mandato fueron una tortura llena de trampas. La sucesión de imbecilidades retóricas del personaje nos hizo menospreciar medidas que el país pagará durante décadas, como la prohibición del aborto y nuevas desregulaciones en armamento, que hoy en día debemos interpretar como un ensayo general del que puede venir . El segundo challenge electoral (2020) llegó condicionado por la pandemia, la ola de violencia racial por parte del estado y el movimiento Black Lives Matter. La sádica incompetencia de Trump le condujo a una derrota por méritos propios. Entonces redujemos el problema a la simple ecuación de las dos Américas: la rural y la urbana, el entristecido Midwest de los mineros y la feliz California de los tecnófilos, la racista y la cosmopolita…
Resumía a la perfección esta paradoja americana la grotesca escena del 6 de enero del 2021 en el Capitolio: armados y disfrazados con la bandera americana ocupando el edificio vs. los comentaristas de la CNN o articulistas del New York Times haciendo mofa. Pero la piel del esqueleto estadounidense es mucho más compleja y llena de incongruencias en una nación que se compone de medio centenar de estados, con más de 47 millones de inmigrantes, con una heterodoxa mezcla de haz, tradiciones y estratos sociales .
La verdadera paradoja americana es la imposibilidad de reducir a simples análisis su compleja antropología humana. Trump es hijo de un barrio de inmigrantes de Nueva York (Queens) y vive en la gran avenida de Manhattan, feudo icónica de los demócratas. Su nuevo compañero de viaje, Elon Musk, estudió en universidades de élite progresistas y fundó el gran imperio entre las tecnológicas verdes en el progresista Silicon Valley. Kamala Harris, hija de padre negro y madre hindú, no es capaz de convencer a la gran comunidad afroamericana, ni siquiera a las mujeres, como sí lo hizo un hombre blanco y del sistema como Joe Biden. Para rematar, la maquiavélica sombra del antisemitismo aleja a los millones de ciudadanos de origen árabe de Harris, vicepresidenta de un gobierno que surte de recursos al ejército israelí y recibe a Netanyahu en el Despacho Oval.
La autoficción unilateral en la que viven las dos Américas ya no es creíble. Favorecido por el voto indirecto, el futuro inmediato del país lo dictarán complejas geografías humanas de América impura como Wisconsin, Michigan, Pensilvania, Arizona, Georgia, Ohio o Nevada. Por eso el candidato a vicepresidente demócrata es Tim Walz, antiguo gobernador de Minnesota, y el candidato republicano James David Vance, senador por el estado de Ohio. Tampoco es casualidad que Walz fuera de profesión maestro de escuela pública y Vance un escritor llegado a la fama con una obra, Una familia americana (Ara Llibres), en la que evoca con nostalgia el pasado de una América que quizás vivía más como hace 250 años que como exige la velocidad del mundo hoy en día.
¿Y el futuro a medio plazo? Una dolorosa batalla entre la reforma profunda del estado y su Constitución, o el adiós a la vieja democracia que los nuevos plutócratas ultraliberales tras Trump ya anuncian. Los pasos trazados durante esta larga distopía de casi una década allanan el camino a seguir, allí y en el mundo entero.
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