La líder  de Ciutadans, Inés Arrimadas García, a la llegar al tradicional homenaje a las víctimas de los atentados del 11 de marzo de 2004
16/03/2021
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BarcelonaLas elecciones del 2017, en las que Ciudadanos fue la fuerza más votada y obtuvo 36 diputados, fue probablemente el momento más crítico que nos ha tocado vivir en Catalunya, si bien la mayoría absoluta del independentismo evitó males mayores. Pero, en ese momento, muchos temíamos que Inés Arrimadas se convertiría en una alternativa real de poder en Catalunya y que su gran resultado, además de la perspectiva de cuatro años de agrura y crispación institucional, sería el prólogo de un desgarro irreversible de nuestra sociedad. Por suerte, no ha sido así. Arrimadas desaprovechó su momentum y se lanzó al ruedo político español, mientras sus compañeros catalanes se iban encogiendo a base de numeritos, insultos y exhibiciones de rabia revanchista hacia los represaliados por el 1 de Octubre. Lo contrario de lo que se espera de un partido de gobierno.

En España, curiosamente, es donde Ciudadanos ha encontrado el mayor de los desengaños. En contraste con el rompecabezas catalán, el bipartidismo español tiene una base muy sólida, mientras que los partidos con vocación de bisagra acaban siendo triturados por una lógica política que no admite los matices. Albert Rivera pensó que poniéndose la camiseta de la roja compensaría su defecto de nacimiento y su flirteo con Pedro Sánchez. Pero España es una realidad terca, por eso cuesta tanto de romper; y el bipartidismo se ha abierto no por el medio, sino por el lado de una extrema derecha de matriz franquista que, de hecho, hace años que contamina instituciones y narrativas. Después de la temeraria operación de Murcia, Inés Arrimadas parece políticamente amortizada y debe de mirar con cierta nostalgia el Parlament catalán, donde ejercía de vedet no hace tanto. Es muy curioso que el partido más españolísimo del mundo conociera días de gloria en Catalunya y, en cambio, se estrelle en la política estatal. El pasado sábado, la concejala del partido en Lleida, María Burrel, despachó su decepción en un tuit: “Definitivamente, a España le queda grande Ciudadanos”. Qué paradoja trágica, la de esta gente.

Una oportunidad para el soberanismo

Este es también el final de trayecto (político) de un grupo de intelectuales malhumorados que, con el apoyo de una parte de la burguesía local y las ayudas de no quieras saber cuántos organismos públicos, dieron el impulso inicial a Ciudadanos, enmascarando su carácter populista y españolista. Arcadi Espada, Albert Boadella, Félix de Azúa y compañía han tenido que constatar que la bomba de relojería que situaron en el centro de la política catalana no ha conseguido destruir el independentismo –más bien al contrario– ni partir la sociedad catalana. La derrota de Ciudadanos, y el derrumbe del PP del 155 (Rajoy, Soraya, Cospedal, etc.) bajo el peso de la corrupción, son dos victorias morales después de tres años de vergüenza y represión. En 2017 sumaban 40 diputados; ahora, sumando a Vox, solo 20. El soberanismo tiene que aprovechar esta debacle, pero no para mojar pan, sino para aprender una provechosa lección. Arrimadas fue la más votada hace tres años porque supo inocular el miedo y el sentimiento de exclusión –real o figurado– en más de un millón de catalanes. Ningún proyecto de futuro para este país podría cargar una mochila tan pesada; se tiene que evitar –tanto con discursos como con hechos– que el discurso del miedo, que tiene altavoces tan potentes como poco escrupulosos, vuelva a hacerse un hueco en Catalunya.

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