¿Cómo hacemos leer a los jóvenes?
Hace casi treinta años Hillary Clinton publicó un libro titulado It takes a village. El título ya nos adelanta la lección del libro: hace falta todo un pueblo para educar a un niño. En un momento de gran revuelo por los resultados que se recogen en el informe PISA, merece la pena pensar en la lección que Clinton nos transmite.
En cuanto se publicó el informe, se levantaron voces buscando a los responsables: los recién llegados; el departamento de Educación; la falta de recursos; los cambios constantes de currículum; el profesorado; los padres. Todos estos actores desempeñan, indiscutiblemente, un papel importante. Pero no podemos olvidar que, en esta tragedia, todos y cada uno de nosotros tenemos una parte de responsabilidad.
Cómo podemos esperar que la prohibición de llevar móvil en la escuela tenga algún efecto si los padres van mirando el móvil mientras acompañan a los niños a la escuela, si prácticamente todos los adultos que se cruzan con ellos por la calle tienen los ojos pegados a la pantalla y van chateando mientras caminan?
¿Cuántas veces han oído a los niños y niñas que en los antiguos estudios de bachillerato o de BUP se estudiaba obligatoriamente latín, y que por suerte se ha eliminado porque “no sirve para nada”? ¿No nos damos cuenta de que el estudio de una lengua de la que deriva la nuestra, que nos permite entender en profundidad las estructuras gramaticales de la lengua que hablamos, es importante para mejorar la capacidad de expresarse y articular un buen argumento?
¿Cuántos profesores han sido duramente criticados porque permiten que baje la nota media de un niño o una niña de cara a la selectividad "por culpa de la literatura", que, total, “es solo una maría”? ¿No se nos ocurre que quizás una mala nota en literatura se debe a que el niño o la niña no es capaz de explicar con claridad el significado de una obra literaria, o de entender y analizar un texto?
¿Cuántos niños y niñas ven a sus padres y madres, tíos y tías, sentados un ratito en el sofá, el sábado después de comer, leyendo un libro? ¿Cuántos de nosotros leemos libros en el metro, o mientras tomamos un café en un bar? No hay forma de aprender a entender un texto si no es leyendo. Y nuestros jóvenes ven a muy poca gente, en casa, en el metro, en el tren o en la terraza de un bar, leyendo un libro.
Preguntémonos cuál es la última vez que llevamos a un hijo, un sobrino o un nieto a la biblioteca del barrio o del pueblo a escuchar la hora del cuento, o en una de las muchas tertulias literarias y discusiones con autores de libros que las bibliotecas organizan para todas las edades.
Nos escandalizamos del bajón en comprensión lectora, y con razón. La comprensión lectora es fundamental. Sin una buena comprensión lectora no puede entenderse el enunciado de un problema complejo de matemáticas, por ejemplo. Y sin entender en qué consiste un problema, de cualquier tipo, difícilmente se puede empezar a trabajar para encontrar su solución. Pero la comprensión lectora no es solo la capacidad de entender un texto. Cuando entendemos lo que leemos, aprendemos también a hablar de forma lúcida, con argumentos que tienen pies y cabeza; aprendemos a utilizar varias palabras sinónimas, en vez de utilizar siempre la misma palabra para un concepto; aprendemos a expresarnos con precisión, en vez de utilizar constantemente palabras comodines; aprendemos a analizar lo que se nos dice; aprendemos a escribir; a procesar la información y a explicarla con nuestras propias palabras.
Todos tenemos que entender el problema que representa la falta de interés en la lectura, en estudiar y entender la lengua; y debemos sentirnos responsables, porque todos nosotros somos parte del entorno. Los que paseando por la calle nos cruzamos con jóvenes, los que nos sentamos junto a un grupo de adolescentes en el tren o en el metro. Los seres humanos hacemos muchas cosas simplemente porque vemos que otros las hacen. Aprendemos por imitación, y la juventud aprende de todos nosotros. Que nos vean leer. Quizás así consigamos picar la curiosidad de algún joven que se sienta ante nosotros en el transporte público. Plantémonos y regalemos libros a los niños y jóvenes de la familia, quieran o no. Quizás algún día, alguno de ellos, y por eso de quedar bien con la tía, lo leerá y quizás esto sea la chispa que encenderá otra actitud hacia la lectura. A muchos no les surtirá ningún efecto. Pero si cada uno de nosotros logra influir en un joven, familiar o desconocido, empezaremos a caminar. Hace falta todo un pueblo, hace falta que todos lo hagamos.