Sobre el liberalismo
Será interesante descubrir en los próximos meses si el nuevo presidente de Argentina, Javier Milei, es pinochetista o thatcherista. O sea, si es más de papá o más de mamá. A Augusto Pinochet y a Margaret Thatcher no se los puede encajar en un mismo patrón: él fue un dictador asesino que ganó el poder con un sangriento golpe de Estado; ella fue primera ministra gracias a las victorias electorales. El caso es que los dos se admiraban mutuamente y tenían los mismos objetivos. Ambos, como Milei, lo apostaron todo al neoliberalismo.
A ninguno de los dos se los puede calificar de liberales, al menos en el sentido que hoy damos en Europa (tras muchas décadas de una Unión Europea garantista y de bases socialdemócratas) al término liberalismo. Thatcher, por supuesto, era más liberal, en el sentido de que respetaba las libertades individuales. Y supongo que no discutiríamos si dijera que cualquiera de nosotros preferiría vivir bajo Thatcher que bajo Pinochet. Pero vayamos al detalle.
Milei carece de mayoría parlamentaria y se ha propuesto (veremos si lo consigue) gobernar por decreto durante dos años, prorrogables otros dos años. O sea, todo un mandato presidencial.
A efectos prácticos, Thatcher gobernó por decreto durante casi doce años: el sistema electoral mayoritario le proporcionaba mayorías absolutas en Westminster y utilizaba ese poder sin ningún escrúpulo. Recuerden que el Reino Unido nunca ha tenido una Constitución escrita y que para resolver conflictos, digamos, constitucionales aún se remite a un libro victoriano, La Constitución británica, de Walter Bagehot, el fundador de la revista The Economist. Y que los jueces del Tribunal Supremo son elegidos por el gobierno. Thatcher pudo hacer lo que quiso.
Javier Milei ha empezado con una medida perfectamente pinochetista: la prohibición de las manifestaciones y las protestas de la calle. Thatcher, por el contrario, aceptó que los sindicatos, en especial el de mineros, le declararan la guerra.
Conviene aclarar que Thatcher no actuó así por respeto al fair play (no sabía ni lo que significaba eso), ni siquiera porque la ley y una tradición popularmente arraigada sobre la libertad de expresión la obligaban a ello. Thatcher, como Francisco Franco durante la guerra civil española, deseaba una guerra larga y cruenta en las calles. Era la forma de extenuar y exterminar a los sindicatos, el gran enemigo. Tenía los votos, tenía el poder y no había límites.
Una de las desgracias que nos afligen (no la mayor, ciertamente) consiste en que el mejor libro sobre Margaret Thatcher, One of us, de Hugo Young, no llegara nunca a estas tierras. En alguna librería de viejo tal vez sea posible encontrar una traducción argentina. One of us, es decir, “uno de los nuestros”, referido a la pregunta que hacía la Dama de Hierro sobre cualquier persona (“¿es uno de los nuestros?”), explica muy bien a qué aspira Milei. No solo porque Thatcher sea la “ídola” de Milei, según reconoció él mismo en el último debate electoral (no era fácil decirlo, porque en Argentina se recuerda la guerra de las Malvinas), sino porque Milei, como Thatcher, promete reanimar un país en ruinosa decadencia.
La terapia es de choque. Reducción al mínimo del estado del bienestar, privatizaciones, supresión de subsidios, lucha contra la inflación a base de no emitir moneda, primacía del empresario sobre el trabajador y confianza en que el dios de los neoliberales envíe maná en forma de petróleo. A Thatcher le llegaron los primeros barriles del Mar del Norte. Milei espera que, por fin, alguna multinacional explote correctamente los yacimientos patagónicos.
Ahora descartemos a Pinochet, que podía permitirse ejecutar o encarcelar a quien no le gustaba. Y volvamos al título de aquel libro, Uno de los nuestros. Milei, como Thatcher, es sectario de los pies a la cabeza. O se está con él o se está contra él. Milei, como Thatcher, dice ser liberal. A Milei, como a Thatcher, las minorías no le importan nada.
Esa no es la idea europea del liberalismo, dos de cuyas virtudes, se supone, son la tolerancia y el respeto por las minorías. La Unión Europea define a quienes no se ajustan a estos criterios como “iliberales”. El mejor ejemplo de “iliberalismo” lo ofrece el primer ministro húngaro, Viktor Orbán. Y el asunto es delicado cuando una sociedad se divide (mayoría contra minoría, ateniéndonos a los votos, no los sondeos) ante un proyecto tan trascendental como un cambio de modelo económico o, ya que estamos en ello, una declaración de independencia.
Sospecho que en el futuro próximo toparemos continuamente con este dilema: o los votos o (de haberla) la ley. En la Unión Europea, de momento, hemos optado por escuchar los votos, que son cada vez más contrarios a la inmigración, y atenernos a la ley, que prohíbe ametrallar inmigrantes en las fronteras: eso tan iliberal lo subcontratamos a terceros países.