Llarena, el juez justiciero, y la leyenda negra

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Carles Puigdemont, hoy en Sassari, en Cerdeña.

La detención del ex president de la Generalitat Carles Puigdemont a su llegada en avión al aeropuerto italiano de Alguer dio origen a numerosas teorías acerca de la intervención en la misma del Estado español. Posiblemente nunca lleguemos a enterarnos de si efectivamente hubo comunicaciones policiales o de inteligencia advirtiendo del viaje desde Bélgica y promoviendo la acción policial italiana. Más difícil aún será saber si detrás de ese arresto estaba la mano de algún juez español. Todo eso, sin ser descartable, se quedará en mera hipótesis más o menos conspirativa sobre la que no merece la pena gastar tiempo.

Al mismo tiempo, esa detención ha dado lugar a una serie de actuaciones del juez instructor del Tribunal Supremo Pablo Llarena que externamente dejan en ridículo a la justicia española e internamente deben ser motivo de preocupación para cualquier demócrata.

El diligente magistrado ha dirigido estos días hasta cuatro oficios a sus colegas italianos. En el primero, al calor de la detención, se limitaba a pedir la entrega de quien considera un prófugo de la justicia española insistiendo en la vigencia de la orden de detención cursada contra él. Quizás confiaba en una entrega rápida y sin muchos escrúpulos por parte de un país que a menudo necesita de la cooperación judicial española para la entrega de mafiosos refugiados en nuestro territorio. En todo caso el órdago le salió mal. El juez italiano puso inmediatamente en libertad al político catalán cuya inmunidad solo había sido levantada por un juez europeo ante la constancia de que ningún juez europeo aplicaría una orden de detención sobre cuya interpretación debe aún pronunciarse el Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Cuando el ínclito instructor reconvertido en martillo de herejes independentistas tomó conciencia de que se le torcían las cosas hizo lo que jamás debe hacer un juez: dictó otro oficio de naturaleza más política que jurídica dirigido esencialmente a su público españolista, a modo de exculpación. En él de una parte reconocía que la entrega podía no producirse, intentando minimizar los efectos de un fallo favorable a Puigdemont. De otra parte, Llarena insistía en el discurso mediático de la derecha acusando a la Abogacía del Estado de mentir cuando afirmó que la euroorden no iba a ser aplicada por ningún juez europeo. Intentaba así culpar indirectamente al gobierno de Pedro Sánchez de que el ex president saliese una vez más indemne. Mentía descaradamente.

La decisión del Tribunal italiano de aplazar la aplicación de la euroorden hasta que el TJUE indique cómo ha de interpretarse es un bofetón sin manos contra Llarena. Los jueces de Sassari hacen lo que dice el derecho de la Unión que deben hacer… que es exactamente lo que dijo la Abogacía del Estado que iban a hacer. Si algún culpable hay de que no se aplique la euroorden es el propio instructor que, enrabietado ante la negativa belga de entregar a los perseguidos por el Procés, planteó una cuestión prejudicial. Fue él mismo el que creó una situación jurídica que ahora impide actuar en Europa contra los investigados en este asunto incluso aunque no tengan inmunidad.

A primera vista uno diría que se trata de un ignorante; pero si es tan buen jurista como dicen entonces lo que demuestra es un desprecio supino por la justicia europea, a la que quiere usar contra el independentismo y cuyas decisiones no respeta.

El problema va más allá de Llarena. Este juez, nombrado a dedo por el partido Popular para el Supremo, pone la cara y la pluma. Pero otros lo impulsan, lo jalean y lo justifican. La derecha mediática española se muestra ciega ante los desmanes jurídicos de su nuevo juez estrella. Contra toda evidencia, presenta sus dislates jurídicos y los reveses internacionales como victorias; algún medio ha informado de la bofetada italiana diciendo “el tribunal de Sassari da la razón a Llarena…”. El público de derechas no está informado de la realidad. Los pocos que lo están atribuyen las resoluciones jurídicas contrarias a sus intereses en Bélgica, Alemania, Escocia e Italia a nuestra leyenda negra. Europa nos odia. Como odiaban a la santa inquisición.

Lo terrible del episodio italiano es constatar que el ridículo internacional de nuestra justicia le resbala a la derecha española. Hasta el momento, todo juez independiente que ha tenido que decidir sobre el asunto del Procés ha dicho justo lo contrario de los jueces de nuestro Tribunal Supremo, pero eso no les importa. Hay quien ve a nuestra judicatura como un conductor suicida que yendo contramano en una autopista cree que son los otros coches los equivocados. No es verdad. Ellos saben que van en la dirección equivocada, pero creen que la autopista es suya. Si se saltan los derechos humanos o ignoran las garantías procesales es porque saben que la nación está por encima de la Constitución y el resto es leyenda negra.

Por eso es importante reiterar que el Tribunal Supremo está actuando ilegalmente. Hace política y pervierte el Estado de Derecho. Parece que si hay algo a lo que Llarena y sus seguidores desprecian más que a la justicia europea es a la justicia a secas.

Joaquín Urías es ex letrado del Tribunal Constitucional
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