Maestras solas ante la diversidad
La diversidad, como dijo la actriz Mina El Hammani en una entrevista, es la realidad. Por sí misma no es ni buena ni mala, sino una característica del mundo actual y de las sociedades abiertas y globalizadas. No hace falta exaltarla ni estigmatizarla, en mi opinión si existe lo que hay que hacer es reconocerla en el sentido de admitir que somos de procedencias, religiones, tradiciones culturales y fenotipos diferentes. Y el reconocimiento no pasa, como en las sociedades multiculturalistas, por un enaltecimiento de elementos simbólicos en detrimento de las condiciones materiales en las que viven las personas. Como hijos de inmigrantes no queremos que nos conviertan en la nota de color que alegra un panorama supuestamente uniforme, sino que se nos equipare en derechos y deberes al resto de ciudadanos. Y como trabajadores, que se valore nuestra aportación económica. Celebrar la diversidad, como decía el otro día la antropóloga Sílvia Carrasco en el encuentro de Feministas de Catalunya, sin poner recursos es lanzar consignas vacías que no contribuyen en absoluto a mejorar las cosas ni a solucionar los problemas concretos que hay en determinados contextos sociales. En Catalunya no nos faltan planes para fomentar la inclusión y el arraigo y no sé cuántas cosas más expresadas con un lenguaje enrevesado que nadie entiende, cacofonía burocrática de buenas intenciones que a menudo quedan en papel mojado.
Si queréis entender lo complicada que es la gestión de la diversidad, solo tenéis que hablar con maestras de las que trabajan en centros situados en barrios con mayoría de población inmigrante. Los niños y su procedencia, por supuesto, no son el problema; el problema es que los docentes no puedan hacer su trabajo en condiciones, que tengan que atender cuestiones sociales que van mucho más allá de enseñar lo que tienen que enseñar. Y no es solo un tema de recursos económicos (que también), sino de apoyo a otros niveles y de planes generales que sirvan para saber hacia dónde hay que ir y qué hay que hacer. Hay inventos que han funcionado razonablemente bien. Cuando trabajaba de mediadora cultural en temas de educación, las aulas de acogida eran un recurso magnífico porque permitían sacar al alumno recién llegado de clase para enseñarle la lengua e ir adaptando sus contenidos hasta que ya tenía suficiente autonomía como para incorporarse al aula que le tocaba. También tuve la suerte de ver el trabajo que hacía una directora, Carme Carbonell, en un centro, La Sínia, al que le dio la vuelta de arriba abajo estableciendo alianzas y trabajando conjuntamente con los servicios sociales, el CAP, las asociaciones de vecinos e incluso la residencia de ancianos. Pero se trataba de una persona con una vocación muy sólida y un nivel de compromiso y dedicación a su trabajo que sobrepasaban con creces la media. Un poco una heroína. Y claro, la educación no debería depender, en estos momentos, del coraje individual, sino de unas directrices generales claras. En el tema del feminismo también nos encontramos con unas maestras que hacen lo que pueden frente a entornos que son o resistentes a la igualdad entre hombres y mujeres o abiertamente hostiles a estos valores. ¿Qué puedo hacer si tengo a una niña en clase que no solo va tapada sino que no asiste a las actividades de ocio, no hace natación y no va de excursión? Es una pregunta que me hacen a menudo las maestras y yo les tengo que responder que no pueden hacer nada, porque legalmente solo existe el deber de las familias de escolarizar a las niñas, pero no hay ningún marco normativo que garantice su normal desarrollo con el resto de compañeros y compañeras. Si hay una mínima predisposición de los padres puede que puedan negociar con ellos e intentar convencerlos, pero siempre con los hombros desprotegidos porque, aunque no lo parezca, la escuela no garantiza la igualdad de las niñas. Como no garantiza que no haya segregación por razón de origen o clase social.