Marruecos: romper la ignorancia
Entre el vértigo y la esperanza seguimos la gran sacudida que remueve Marruecos. Las protestas de la última semana, encabezadas por los jóvenes de la GenZ212, no hacen más que recoger el testimonio de los clamores de los últimos meses de comunidades rurales del Atlas; de la indignación de los usuarios de los hospitales públicos, golpeados por la carencia de recursos y personal; de estudiantes y profesores, que deben trabajar en condiciones que hacen muy difícil el aprendizaje; de un país ahogado por la inflación y la destrucción de trabajos precarios de subsistencia, arrasados a golpe de excavadora por el propio gobierno, empeñado en una única cosa: hacer limpieza para ser un país "moderno" y acoger con pompa el Mundial de fútbol 2030, el sueño húmedo de grandes inversores. El escaparate mundial codiciado que acapara un presupuesto de 3.950 millones de euros. El discurso oficial, tal y como recogió el primer ministro recientemente en la Asamblea de Naciones Unidas, es que el Mundial servirá para visibilizar "la cara radiante" de África en el mundo. Este dinero, tan necesario para resolver las carencias más elementales en salud, educación y fomento del empleo, servirá para algunas infraestructuras, que, ciertamente, están mejorando desde hace unos años en muchos lugares del país (pero no en todas partes): la reforma de cinco estadios de fútbol y la construcción con un presupuesto de 459 millones de euros del mayor estadio de Casa. La política del escaparate. Mientras el nuevo estadio de Rabat, Moulay Hassan, te transporta a lo que podría ser Dubai o Qatar, y mientras el tren Boraq (TGV) te lleva como un rayo de Tánger a Casablanca, en los trenes regionales la gente viaja encajada como ganado, y existen todavía barrios de chabolas en las grandes ciudades y las pobres.
El pueblo marroquí ha vivido con aparente resignación la injusticia social y la corrupción. El coste de la rebeldía, cuando se ha dado, como en la revuelta del Hirak rifeño en el 2016, ha sido muy alto. Pero la obscenidad de los contrastes de los últimos años, tan presentes en la sociedad marroquí, era insostenible. Los presupuestos faraónicos para los estadios chocan con la realidad de buena parte del país: todavía hoy muchas familias del Haouz, la zona de los terribles terremotos del 2023, tienen como techo la lona de una tienda. El líder de las protestas de estas comunidades, Ait Mehdi, está hoy encarcelado con una pena de cuatro años. El mundo rural no cuenta. Su abandono es total.
Igualmente, la fachada marítima está siendo arrasada por convertirla en una segunda Costa del Sol. En demasiados rincones se llama adiós a los chiringuitos, a las barracas para los surfistas, que sobrevivían gracias a un turismo de poco impacto pero que se encontraba en las comunidades locales y contribuía discretamente a su economía. Adiós a barrios enteros de economía informal: los artesanos del yeso de Casablanca vieron cómo, en tres días, el enorme solar en el barrio de Kouzama de la ciudad donde trabajaban desde hacía años era arrasado por las excavadoras. No eran sus propietarios, sino que lo era la ciudad, pero ninguna negociación fue posible. Ésta es una historia que se repite en la gran metrópoli de Casablanca, pero también en las otras ciudades marroquíes que acogerán el Mundial.
Y esta vez los jóvenes han dicho lo suficiente. La ruptura generacional es evidente: estos jóvenes han crecido aprendiendo de sus padres que el silencio era la forma de sobrevivir y la resignación la coraza para hacerlo posible. El 25% de los jóvenes de entre 15 y 29 años ni estudian ni trabajan y en las ciudades el paro juvenil llega al 50%. ¿Qué tienen que perder? Nadie esperaba su empuje y resolución.
Después de una semana y tres muertes, las demandas son las mismas (salud, educación, corrupción suficiente, mejora del empleo), pero el gobierno no ha sido capaz de hacer la autocrítica que se le pedía y nadie ha dimitido. Tampoco el primer ministro, Aziz Akhannouch, un hombre de negocios y multimillonario que no ha querido entender las necesidades imperiosas del país y sus gentes.
Lo que ocurre en Marruecos nos interpela no sólo por la proximidad sino por entender la complejidad del país de origen de un 16% de la población extranjera de Cataluña, la mayor comunidad con diferencia en nuestro país. Hoy en Cataluña hay muchos catalanes de origen marroquí, y el conocimiento y el interés que tenemos por Marruecos apenas sale de los estereotipos esperados: la visita a Marrakech, la noche en el desierto, el té y las pastas. Existe una gran ignorancia sobre la riqueza y la complejidad del país y cuesta romper con una imagen exotizante o reduccionista. Ahora los jóvenes han demostrado que leen su presente y quieren ser dueños de su futuro. Hay que escucharles y aplaudir su coraje y su resolución y esperar a que otros colectivos se sumen a lo que podría convertirse en la clave de cambio de muchas cosas. En estos tiempos terribles, un soplo de esperanza viene de Marruecos y reclama que le dediquemos la atención que merece.