Médicos humanistas

Poco a poco van desapareciendo de nuestras vidas personas, familias, costumbres y también enfermedades, tan importantes ayer y tan diferentes hoy. No hace tantos años un médico de cabecera o un pediatra eran una institución en las familias. Sus visitas al propio domicilio, su compañía, su comprensión y apoyo en los momentos difíciles eran fundamentales. A lo mejor no eran tan científicos y los diagnósticos quizás eran menos certeros, pero la calidad humana, la seguridad y el apoyo que ofrecían los convertía en personas muy queridas.

Hoy es difícil encontrar médicos así, la estructura no ayuda y la organización sanitaria menos. Los médicos de cuerpos y almas van desapareciendo, olvidando que con frecuencia muchas enfermedades se originan en algún rincón del alma. En los inicios de la pandemia, una de las cosas que más afectó precisamente a los enfermos fue la soledad. 

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El domingo nos dejó el Dr. Carles Ramon i Marsal, un representante como nadie de una medicina humana. Como no tenía carnet de conducir, cuando tenía que visitar a sus pacientes en las casas más lejanas lo hacía en taxi. Y cuando le preguntabas por la economía, sonreía, se fumaba un puro y no contestaba. Parecía como si en cada visita tuviera todo el tiempo del mundo, como si el reloj no existiera y es que para él cada paciente era único. Pero no solo hablaba de medicina, siempre que podía recordaba que  en la vida había dos cosas básicas: la libertad y el sentido del humor. Y unos años después añadió la curiosidad.

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El sentido del humor lo acompañó siempre y sus pacientes nunca se libraron de sus chistes. Había memorizado hasta 1.000 sin necesidad de computadoras y siempre decía que “explicamos chistes y los escuchamos. La vida con sentido del humor es más fácil a pesar de los malos momentos que todo el mundo tiene”.

Como tantos otros jóvenes no tenía una clara vocación cuando decidió estudiar medicina, pero finalmente le tentó esta mezcla de “ciencia y arte humano” especialmente cuando se trataba de atender a los pacientes, así que siempre pensó que no se había equivocado de carrera. Los seis años en el Hospital Clínic, en los años sesenta del siglo pasado, pasaron también entre manifestaciones, huelgas y la lucha antifranquista. Este compromiso lo llevó a ser delegado de curso, con no pocos disgustos. Fue entonces cuando se aficionó a los cigarros puros, convirtiéndose en un verdadero adicto. Todo ello, como explicaba él mismo, acabó una mañana del 25 de mayo del 2001 cuando le diagnosticaron cáncer de boca. Desde entonces, y con grandes problemas de salud, se involucró personalmente en la lucha contra el tabaquismo.

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Era subscriptor incondicional de este diario desde el principio de todo: “Es lo que nos faltaba en Catalunya”, decía cuando me veía. Recortaba mis escritos y cuando ya no podía leerlos me pedía que se los explicara.

Si cierro los ojos veo el perfil de un hombre esencialmente bueno, con profundas convicciones que le han servido en estos dos últimos meses para planificar con serenidad su marcha. Cada cual reacciona de una forma diferente ante la muerte. Cuando al Dr. Carlos Ramon le comunicaron que el último tumor era irreversible, decidió quedarse en una casa abierta, siempre rodeado de su mujer, hijos y nietos, pero también de infinidad de amigos y familia que una y otra vez pasábamos a verlo. Eso sí, con la bandera de Premià de Dalt ondeando en la terraza.

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A mí me gustaba llegar a última hora de la tarde, cuando las visitas ya se habían ido, sentarme a su lado cogidos de la mano, mientras con Mercedes nos tomábamos un vinito y saboreábamos los deliciosos buñuelos de Can Puig de Arenys de Munt. Te echaremos tanto de menos, Carles.