La Iglesia católica domina la escenografía como nadie. Es fascinante cómo se ha apropiado de las fiestas paganas, ligadas al ciclo natural de la vida. En el caso de los solsticios, momentos de máxima declinación del Sol, con desigual éxito. Mientras el solsticio de invierno –conmemorado en las saturnales romanas con grandes comilonas y regalos– ha sido desplazado por la Navidad cristiana, el de verano es uno de los pocos saraos que se le han resistido. Desde la antigua Persia se otorga al fuego un valor ritual y se honra a la tierra para agradecer la prosperidad.
No deja de ser simbólico que la jerarquía haya elegido el mes de junio (summo de la luz y la fertilidad) para iniciar las indemnizaciones por los abusos sexuales. Qué paradoja que el ejercicio sanador arranque con tanta oscuridad. Los obispos bautizaron su informe con ironía ("Para dar luz") y le rellenaron de cinismo: "La historia de la Iglesia revela una especial preocupación por evitar y prevenir la práctica de la pederastia ya desde el siglo II". Pero de iluminación, poca. No admiten el escrutinio público ni la auditoría independiente. Tampoco hay una reflexión profunda sobre los efectos de reprimir los afectos. El lamento del papa Francisco sobre el ambiente mariquita ("frocciaggine") en el Vaticano o la tendencia gay en los seminarios revela hasta qué punto, en el rebaño romano, los pastores más abiertos consideran la diversidad sexual como un riesgo. Ni que decir tiene que también se pasa por alto que, si la mitad fueran mujeres, nos habríamos ahorrado al menos la mitad de las agresiones, ya que no hay episodios de monjas violadoras. No tiene culpa el dogma, sino la tradición.
La otra tradición rancia que todavía va a misa es la opacidad. "Discreción", dicen.
Fieles a la costumbre, las diócesis no informan del pago de ninguna indemnización ni publican la relación anonimizada de casos, así como tampoco los datos agregados. por el diario ARA, que la de Barcelona se estrena con la indemnización concedida a una víctima de Casa de Santiago, de 65.000 euros. Unos días después se concedió otra, por importe inferior, que no ha trascendido. El dictamen de valoración lo elabora una comisión (PRIVA) hecha a medida del clero por expertos de confianza. Las víctimas no pueden comprobar, porque se les niega la copia, si el cardenal hace suya la propuesta o si la asimetría es la norma. Quizás todos los abusadores sean iguales o los hay más iguales que otros... El motivo para escatimar un acceso como Dios manda parece urdido con inteligencia artificial: "evitar la instrumentalización". Hablando en plata: temen que se convierta en un mercado de Calaf. Pero me parece que lo que inquieta a la cúpula no es el algarabía, sino el alboroto. ¿Temen que los supervivientes de abusos abusen de su desgracia? ¿Les da miedo la rebelión incontrolada o la acción concertada? Es triste, la desconfianza hacia personas que llevan décadas arrastrando, en silencio, un trauma doloroso. La jerarquía, acostumbrada a maniobrar en la penumbra en provecho propio, ha perdido la fe en el prójimo.
El derecho a recibir explicaciones lo tiene, de forma ampliada, la gran familia cristiana por las décadas de sacramentos celebrados por ministros pederastas, con una virtud devaluada. También el resto, incluidos los descreídos, tiene derecho a supervisar las cuentas ya cuestionar los privilegios: trapicheos para acumular patrimonio con la inmatriculación frenética de propiedades controvertidas; financiación blindada, vía renta, gracias a los concordados con la Santa Sede; inmunidad fiscal, que les exime de pagar IBI, transmisiones patrimoniales, impuesto de sociedades... como el resto de mortales. ¡No importa, para un estado laico! Derecho, asimismo, a saber de dónde salen las compensaciones. Me juego un guisante que los obispos ni han vendido bienes ni han creado un fondo especial con aportaciones voluntarias, como en Francia o en Canadá. Tampoco hay ninguna pista de cómo declararon las salidas "anómalas". ¿Gastos "de empresa"? ¿Donativos? Pecaré de desconfiada, pero no ayudan mucho las noticias sobre la corrupción vaticana; los cobros abusivos, en negro, por oficiar funerales; la contratación irregular de servicios diversos (limpieza, música, etc.)... o el recelo hacia el canal anónimo para alertar de infracciones. Los fieles harían santamente, antes de marcar la casilla del IRPF, de pensar dónde va a parar su contribución.
Como en todo ritual, las formas importan. La reparación, como su nombre indica, no debería ser un trámite –sino un acto de desagravio institucional– que llega cuando los victimarios están muertos o el caso ha prescrito a causa del encubrimiento sistemático. No hay una liberalidad voluntaria, sino un trance forzado por el alud de denuncias. Es especialmente hiriente que se conciba como una simple transacción económica; una transferencia bancaria a cargo de personal de gestión y gerencia y listos. Como quien cobra una póliza o vende un parking en el notario. Se hace en la calle del Obispo... pero sin el obispo. Cuesta tragar que Omella haya desoído las recomendaciones (de su comisión) de recibir a los supervivientes. Que rehuya pedir perdón no desde el púlpito sino desde el pálpito. Que no les atienda, uno a uno, con la mayor consideración. No necesitan pompa ni adulación, sino dignidad; además de garantías serias de no repetición. Ningún formalismo, toda la formalidad. Quizás el cardenal encuentra sobrante dar la cara, como máxima autoridad, al igual que plantó la comisión de investigación del Parlament. Quizás reserva la púrpura cardenalicia para las misas solemnes en la catedral o las intrigas de la curia. Quizá tenga la agenda tan apretada que no da abasto. Quizás no se le ocurra, puestos a delegar, hacerlo en el presidente del tribunal eclesiástico y no en la atenta empleada que lleva la tramitación. Quizá sea por cuota de género, aunque sea con un papel subalterno. Quizás, sólo tal vez. Imploro a monseñor que no se sacuda las pulgas, figuradamente. Lo hacían literalmente en la antigua Creta, alrededor de San Juan, para invocar el poder purificador del fuego ritual, no para desentenderse del momento. Un gran poder comporta una gran responsabilidad.