El miedo a la realidad
1. Ritmo. El votante independentista no es homogéneo. Hay un núcleo ideológico comprometido con la causa nacionalista, que ve como una traición cualquier desvío en el camino imaginado hacia la promesa, pero hay también una amplia gama de ciudadanos encantados de poder votar un día en un referéndum reconocido para que la potencia (la nación catalana) se pueda constituir en acto (estado), sin que la idea les haga perder el mundo de vista. De hecho, el primer salto hacia adelante del independentismo se dio cuando Josep-Lluís Carod-Rovira, en sus campañas como candidato de Esquerra, proclamó la laicidad: "No soy nacionalista y quiero la independencia de Catalunya", cosa que atrajo a gente alejada del nacionalismo.
No se puede obviar la complejidad del espacio independentista: unos no entienden o no quieren entender que se tengan que cambiar las prioridades y el ritmo, y lo viven mal, a pesar de haberse estrellado ya unas cuantas veces, y los otros anteponen la adaptación a la situación actual, es decir, afrontar las crisis que nos asedian, utilizar los instrumentos de los que se dispone garantizando una buena gestión de gobierno, ganar peso en el Parlamento español, contribuir a la activación de la llamada sociedad civil catalana, en una palabra, hacer política de ambición y no buscar solo el bálsamo de la consigna.
Cuando se ha pulsado el acelerador más allá de lo que permitía el trazado de la carretera se ha acostumbrado a acabar en la cuneta. Es lo que le pasó al independentismo en octubre del 2017: el error de no convocar elecciones entonces se ha pagado muy caro. Y aunque ha seguido levantando la cabeza, no hay nada peor que hacerse fantasías sobre las posibilidades reales. Ante el callejón sin salida, sin ninguna voz con autoridad y coraje, la política enseña fácilmente la peor cara. Lo vemos ahora mismo en el Parlament de Catalunya con el patético proceso de investidura de Pere Aragonès.
2. Impotencia. Da pereza tener que repetir lo que es obvio. Hoy en día, Catalunya no reúne ninguna de las condiciones para poder llegar a la independencia unilateral. No hay una mayoría suficiente (por mucho que se juegue con el 52 por ciento de las últimas elecciones, los partidos independentistas se dejaron 700.000 votos). No hay capacidad insurreccional, como está demostrado, que es un camino que la ciudadanía rehúye. No hay complicidad del poder económico catalán, que está muy lejos de querer correr cualquier riesgo. No hay capacidad represiva, es decir fuerzas de orden público y poder judicial e institucional para hacer efectiva una presunta declaración unilateral. Y no hay ninguna potencia –empezando por la Unión Europea– dispuesta a apoyar. Y no nos engañemos: todo el mundo sabe (menos algunos irreducibles creyentes) que hay que revisar a fondo la agenda y establecer las prioridades conforme a la necesidad de relanzamiento del país y de renovación estratégica.
Esto nos lleva al patético escenario en el que estamos ahora, marcado por dos clásicos de la política: el miedo a decir las cosas por su nombre (como si los ciudadanos fueran niños) y la psicopatología de las pequeñas diferencias (que no es más que una consecuencia de compartir espacios electorales fronterizos). El miedo al qué dirán se ha multiplicado en el guirigay de las redes, donde se impone el que más grita y es muy difícil la configuración de una opinión pública digna de este nombre. Los territorios electorales compartidos hacen imposible hacer la distinción entre socio y adversario. Y más cuando unos se sienten con el orgullo herido por haber perdido un poder que creían suyo y saben de la tendencia a arrugarse de la otra parte. Anunciar la elección a plazos del presidente –ahora, no; ahora, tampoco; dentro de unas semanas, quizás sí– es de una zafiedad que genera vergüenza ajena. En todo caso, ¿qué confianza puede ofrecer un gobierno formado por unos socios que han generado todo tipo de dudas sobre aquellos con los que tienen que compartir gobierno? ¿Se puede esperar que puedan hacer algo más que prolongar la resaca de Octubre del 2017? Para modificar la realidad hay que reconocerla tal como es, sin miedo, y actuar en consecuencia.
Josep Ramoneda es filósofo