La muerte de los demás
He tenido la desgracia de haber vivido la muerte trágica de mi marido marroquí, hace siete meses, en Marruecos. Cualquier idea hecha cuando digo "marroquí" chocará con la persona que fue: abierta, polifacética, sabia y, en muchas cosas, excepcional. De hecho, siempre me ha divertido ver el alivio que suscita en el interlocutor cuando añado que era también canadiense y español. No es éste el lugar para hablar de prejuicios ni tampoco el espacio para hacerle un panegírico. Quisiera sólo constatar cómo el hecho de haber vivido el luto por una muerte inesperada en unas circunstancias dramáticas en uno y otro lado del Mediterráneo (Casablanca y Barcelona) me ha permitido constatar hasta qué punto estamos desamparados y sin recursos a la hora de encarar la muerte en esta sociedad hipertecnificada e individualista en la que nos nos encontramos.
Las autoridades llevaron su cuerpo del Sáhara a Casablanca y nos facilitaron el viaje en avión a nosotros –su mujer y sus hijos– y al resto de la familia que vino a encontrarnos en El Aaiún Mientras que el personal de los consulados españoles se contradecía, me regañaba y me daba informaciones erróneas marroquíes nos lo facilitaron todo. No es tampoco éste un espacio para la alabanza a un sistema que tiene errores terribles;
En menos de veinticuatro horas el vecindario de nuestra calle de un barrio popular de Casablanca se organizó, las mujeres prepararon el cuscús para todas las visitas que venían a compartir el pésame, unas doscientas personas como mínimo. El velatorio y la comida que se da, en la calle, estaban abiertos a todo el mundo. En una muerte, todo el mundo se siente interpelado. Es un duelo colectivo. Durante la semana siguiente, fueron una vez más las vecinas las que se ocuparon, por turnos, de llevarnos el almuerzo. Todos los días. Mientras que todavía hoy el vecindario que no siempre reconozco me detiene y me pregunta cómo estamos retomando alguna frase hecha ("llevo tu luto", "paz en su alma") en Barcelona, más allá del círculo cercano que agombola y acompaña, la muerte provoca, en la mayor parte de los casos, un gran malestar por el impacto de la muerte como a mirar la hora de dirigirse a quienes quedamos perdidos en el agujero de la ausencia del otro. A menudo la reacción es el mutismo: de los funcionarios que te atienden, conocidos que, incómodos, ni tienen palabras ni el coraje de decirte que no tienen. Cuánto miedo nos da la muerte, como de lejos la queremos de nosotros. Pero los supervivientes de una desgracia recordamos en cada momento, en cada instante, lo. Vivimos en lo. Somos los restos del naufragio, el barco que, poco a poco, endereza velas y va tomando un nuevo rumbo.
En una sociedad desligada de la espiritualidad, el espacio que puede ocupar socialmente el duelo es prácticamente inexistente, queda relegado a la intimidad de cada uno y en los lugares especializados: grupos de duelo, psicólogos, etc. En el día a día lo "no va bien". Al mismo tiempo, es evidente que el peso de la religión en un país musulmán, en este caso Marruecos, permite tener unas fórmulas, unas palabras hechas y una idea de muerte asumida que ayudan a transitar el duelo a nivel individual pero también a nivel social: "De Dios somos ya Dios volvemos", "Dios nos da la vida y nos da la muerte". En mi tierra materna, Mallorca, en los funerales, cuando pasa el gentío a dar el pésame, la fórmula más habitual es "lo veremos en el cielo". Una frase sencilla que nos sitúa en el mismo sitio, el de la finitud, y que abre la puerta al más allá. De hecho, es curioso: al igual que nos cuesta mucho asumir y acompañar la muerte de los demás, se tiene mucho interés a la hora de encontrar explicaciones científicas en el misterio de la muerte. Es probable que las investigaciones sobre la supraconsciencia nos cautiven porque nos dicen que somos eternos.
De las fórmulas que da el islam, la que más me gusta es un versículo del Corán: "Toda alma conocerá la muerte". Si lo tuviéramos más presente, si osáramos mirarla de cara, no nos asustaría tanto la muerte de los demás y viviríamos con más serenidad la idea de nuestra propia muerte.