El "mundo de ayer" en la Unión Europea
A veces parece como si la Unión Europea, junto a unos cuantos países en otros continentes, viviera en un mundo de ayer: alrededor todo está cambiando muy deprisa. Lo paradójico es que el cambio se dirige más bien hacia anteayer, a un pasado remoto del que creíamos habernos emancipado. Quizá todo esto ocurre porque, con cierta razón, tememos el futuro.
El mundo de ayer, una de las obras más conocidas de Stefan Zweig, es un libro extraño: una delicia insatisfactoria. Empezó a escribirlo en 1934, cuando empezaba a otearse en el horizonte la anexión de su país, Austria, a Alemania, ya dirigida por Adolf Hitler. Zweig, judío, huyó entonces al Reino Unido. La mayor parte de la redacción, sin embargo, se realizó entre 1941 y 1942, ya desatada la Segunda Guerra Mundial. El manuscrito fue enviado desde Brasil a una editorial en Estocolmo la víspera del suicidio del escritor y de su esposa, Lotte Altman.
Zweig era uno de los escritores más leídos de Europa. No resulta extraño que, mientras huía de un nazismo que se extendía más y más, y parecía destinado a un éxito planetario, él se consolara rememorando el que había sido su mundo, el de su infancia y juventud. Es decir, el mundo anterior a la carnicería de la Primera Guerra Mundial y al horror casi indescriptible de su prolongación entre 1939 y 1945.
El escritor se refugió literariamente en el viejo Imperio Austro-Húngaro, en la Viena cosmopolita, y en general en aquella, según sus palabras, “edad de oro de la seguridad”. Prefirió mencionar solo de paso ciertos asuntos que, descritos por un testigo tan culto y sutil como Zweig, habrían tenido su interés. Por ejemplo, la irrupción del fascismo y la transformación de un humilde cabo de comunicaciones durante la primera guerra en el führer de una Alemania enloquecida y devastadora. El civilizadísimo mundo de habla germánica en el que nació y creció Zweig se convirtió en el infierno.
El “mundo de ayer” de Stefan Zweig fue destruido por los nacionalismos y la pinza devastadora de dos ideologías totalitarias, el fascismo y el comunismo, que prometían un futuro deslumbrante. El “mundo de ayer” que sobrevive por ahora en el rincón occidental de Europa, ese mundo en el que los derechos humanos aún tienen su importancia, no se ve amenazado por ninguna nueva ideología, sino por la nostalgia de un anteayer autoritario y excluyente, hibridado con eficaces medios de control y manipulación de masas (las redes sociales) que pronto, gracias a la inteligencia artificial, multiplicarán su poder, y teñido por la constatación sombría de que el cambio climático ha dejado de ser una hipótesis.
A falta de futuro, bueno es el pasado. Rusia avanza en la reconstrucción del viejo imperio zarista y soviético. Israel acelera con una crueldad inusitada su proyecto colonial. Todo apunta a que Chile tendrá como presidente a un admirador de Augusto Pinochet. Argentina quiere recuperar por la vía más severamente neoliberal un pasado glorioso que en realidad nunca existió. Estados Unidos está retrocediendo hacia el racismo y la xenofobia a velocidad de vértigo, mientras se despoja de ciertos rasgos amables que disimulaban su imperialismo.
Y en todos los países europeos crece la ultraderecha, con posibilidades reales de alcanzar pronto el poder en Francia. No hace falta hablar de Vox en España, o de Aliança Catalana en Catalunya: el mismo tipo de viejo nacionalismo que un día, a principios del siglo XX, decidió que la guerra era la mejor solución para todo. Y que hará unos cien años empezó a vestir camisas negras, pardas o azules.
Lo único que falta para volver a ese mundo de anteayer en el que se suicidó Stefan Zweig es el militarismo. Quizás porque ya no son necesarios los tanques para acabar con la libertad o, más modestamente, con ese “mundo de ayer”, bajo el ideal del respeto a los derechos humanos, al que seguimos aferrándonos.