Si el mundo se hunde

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Dos personas contemplan el mar desde el paseo marítimo de Badalona, el agosto del 2021

Todo Badalona habla de ello: los de Adif quieren instalar pantallas acústicas en la Rambla para reducir el ruido de los trenes. Serían unas barreras de entre tres y cinco metros que, como es obvio, impedirían ver el mar. La sorpresa es mayúscula, dado que en los años que hace que vivo en Badalona –que son muchos– nunca he visto ni una triste pancarta en esta zona que diga “Basta ruidos”, ni he oído nunca a ningún vecino de la zona que se queje por este motivo. Todo el mundo sabe que, si eres tan afortunado de vivir en la Rambla, el estruendo que hace el tren cuando pasa solo lo oyes los primeros días, después te acostumbras y es como si no existiera.

Muchos badaloneses de pura cepa incluso son contrarios a un hipotético soterramiento de las vías. Piensan que el tren forma parte del paisaje, que es una tradición que los niños pequeños saluden al tren cuando pasa y que es un rasgo de la idiosincrasia badalonesa que las conversaciones –en las terrazas de los bares o en los bancos– se interrumpan unos segundos cuando llega el ruido ferroviario y se retomen en el punto donde se habían quedado, con toda naturalidad, cuando ha pasado el último vagón.

Es decir, quizás por primera vez en la historia, alguien ha decidido invertir en Badalona para reparar una molestia de la cual nadie se ha quejado. Por qué secreta y quizás vergonzosa razón salió adelante este proyecto es una cosa que, con toda probabilidad, no sabremos nunca. No hace falta, sin embargo, ser muy malpensada para intuir que alguien hará un buen negocio.

La gente –esta masa inocente e insensible de la cual formo parte– osamos preguntarnos: si Adif quiere y puede hacer una inversión como esta, ¿por qué no mejora el servicio de Cercanías, que sufre continuamente cortes y retrasos? 

El pleno del ayuntamiento badalonés aprobó la semana pasada por unanimidad una moción contra este proyecto. También hay unanimidad entre la población. De hecho, creo que no habría otra causa que despertara tanta (quizás solo si dejaran de fabricarse las patatas Corominas). 

El sabio local Jordi Ballesteros lo ha aprovechado para recordar en su blog (que encontraréis en Twitter: @hospitabulis) que en 1847 los pescadores badaloneses no veían muy claro el trazado de las vías del tren tan cerca de sus barcas e, imitando a Penélope, por las noches salían a deshacer las obras que los operarios habían hecho durante el día.

Casi dos siglos después, la vía del tren cerca del mar se ha incorporado absolutamente al paisaje y no me extrañaría que, si el proyecto de las pantallas saliera adelante, se repitiera el hacer y deshacer por las noches de los tatarabuelos pescadores.

Es lo que tiene tomar decisiones desde un despacho de Madrid que afectan a un lugar que se encuentra a más de seiscientos kilómetros y que nadie de los que han participado en el proyecto se ha molestado en conocer. 

Badalona es una ciudad acostumbrada a sufrir: tuvo que vivir muchos años sin disfrutar de una playa contaminada. Pasear por la Rambla o sentarse a tomar una cerveza ante el mar es un consuelo para los ciudadanos de todas las clases, culturas y razas. El otro día una chica italiana me hablaba del carácter de los napolitanos, que parecen vivir tan gustosamente en medio del caos de aquella ciudad sucia, desorganizada y, aun así, atractiva. El secreto –decía la italiana– es que son gente que vive a los pies de un volcán. El Vesubio puede estallar cualquier día y los científicos dicen que no es descartable una erupción violenta y destructiva. Por eso viven con alegría a pesar de todo, porque, como cantaba Raffaella Carrà, los napolitanos piensan que Se per caso cadesse il mondo io mi sposto un pò più in là (por si acaso el mundo se hunde, yo me aparto un poco).

En Badalona preferimos el ruido del tren a privarnos de la belleza del mar. Como la vida: me gusta más la montaña rusa de los sentimientos que protegerme teniendo que prescindir del amor.

Sílvia Soler es escritora
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