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Una urna de la 1O al Instituto  Josep Serrat y Bonastre de Barcelona

Pocos años después de la muerte del dictador, y después de mucho hacerse rogar, la nación catalana bajo dominación española consiguió que unos sastres muy famosos de la corte le confeccionaran unos vestidos de un tejido constitucional de mucho renombre. Los llamaron autonomías. Y, durante casi treinta años, quienes decían que los habían visto y publicaban las crónicas elogiaban su belleza. Hasta que un día el pueblo descubrió el engaño y empezó a gritar por las calles: “¡La nación va desnuda!” Al ver que se sabía el engaño, los sastres mandaron encerrar en la prisión a quienes iban delante del pueblo. Pero ya no fue posible esconder más que la nación había ido desnuda todos aquellos años.

La pregunta es cómo se pudo esconder tanto tiempo la farsa de los supuestos vestidos autonómicos. Y la respuesta es fácil: los líderes de la nación pensaron que simulando que los tenían podrían ir construyendo la nación. Y, en parte, tenían razón. Si haces ver que tienes poder, puedes ir tirando. Además, como a embaucadores y embaucados ya les iba bien, fueron dejando pasar el tiempo. Pero cuando los sastres –alertados por sus costureras de la FAES– vieron que el engaño se les iba de las manos, quisieron parar la astucia. Al verlo, Catalunya se quiso defender exigiendo un nuevo vestido, ahora de verdad. Pero el tribunal de sastres constitucionales no quiso coser ni los cuatro harapos que la corte había concedido justo para tapar las vergüenzas.

Pasamos de la fábula a los hechos. El 1-O de 2017 el grito “La nación va desnuda” se convirtió en referéndum. Y el Estado respondió unilateralmente con la aplicación del artículo 155 de la Constitución, un “A por ellos” jurídico. Con aquella decisión se daba vía libre al sistema judicial para tomar las riendas del Estado y ahogar cualquier pretensión no ya de autodeterminación, sino de autogobierno real de los catalanes. El artículo 155 y la reinterpretación de qué es un acto tumultuario y violento, la sedición o la desobediencia, es aquello que ha dejado la nación sin capacidad para seguir simulando que tenía poder y de hacerse obedecer. Perdida la autoridad, no tan solo los tribunales españoles deciden arbitrariamente lo que les parece –como por ejemplo cuándo se pueden y cuándo no convocar elecciones–, sino que empieza a haber muestras de carencia de respeto entre la ciudadanía hacia una institución tan dolorosamente recuperada como la Generalitat de Catalunya. 

Nadie con dos dedos de frente puede negar la debilidad de los liderazgos actuales, las señales de incompetencia o la grave inestabilidad institucional en Catalunya. Y que España esté igual o peor no es ningún consuelo porque allá tienen todo el poder y aquí ya no quedan ni las migajas. Pero es un gravísimo error de análisis atribuir estas debilidades a las calidades personales de los gobernantes, a las disputas entre socios o a una supuesta precipitación del independentismo. La pulsión victimista que nos habíamos sacado de encima y que permitió llegar al 1-O ahora vuelve de una forma más peligrosa: en interiorización de culpa, autoagresión y autoodio. Es precisamente aquello lo que pretende el represor. 

Desde el fracaso de la reforma y blindaje del Estatut hasta la aplicación del 155, muchos catalanes fueron descubriendo que la autonomía era un vestido ficticio y que la nación iba desnuda. La conciencia de la vulnerabilidad de nuestras instituciones señala el final de un autoengaño que ahora pagamos muy caro. Y los que creen –o nos quieren hacer creer– contra toda evidencia que el problema ha sido el proceso independentista, sea cual sea el resultado de las próximas elecciones, pronto comprobarán que sin poder real no hay nada que hacer. El desenmascaramiento de la simulación autonómica que funcionó mientras la farsa interesó a ambos lados no tiene marcha atrás y ya nada ni nadie podrá disimular la desnudez de la nación.

Salvador Cardús es sociólogo

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