Contra el neofascismo

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Un cartel electoral desgarrado.

Es tiempo de elecciones en Catalunya y a toda la sociedad le toca decidir qué país queremos y quién queremos que lo dirija, ahora que podemos hacerlo porque podemos votar, porque tenemos democracia. Es necesario que a veces recordemos lo que significa no tenerla, cosa que sabemos perfectamente las personas que crecimos bajo el franquismo. Que no era solo no poder votar: era no poder expresarse, no poder reunirse, no poder estudiar ni hablar en catalán en público, no poder ser quien eres, estar sujeto a todo tipo de arbitrariedades. Apenas poder vivir. Y calladitos, que los que nacieron antes y vivieron la guerra lo tuvieron mucho peor.

Nos lo recuerda un magnífico libro de Salvador Domènech, Dos biberons a la postguerra. Domènech nos ha ofrecido mucha historia y muchas historias de la educación republicana, de cómo las criaturas vivieron la guerra. ¿Biberones? Ya casi nadie recuerda qué fue la Quinta del Biberón, la movilización de aquellos muchachos casi adolescentes llamados a filas a finales de la guerra que, en altísima proporción, se dejaron ahí la piel. Pero Domènech no solo nos explica los horrores vividos por un par de chicos de aquella edad, sino también todo lo que pasó en Catalunya a partir de 1939, todo el destrozo, todo el odio, toda la destrucción de vidas y de civilización. Un desastre que retrasó 50 años el desarrollo de nuestro país y aniquiló a tantísimas personas, privándonos de muchos de los mejores talentos. Es necesario que sobre todo la gente joven, que no vivió aquella historia, pero no debe olvidarla, lea este libro, tan honesto y tan poco panfletario, salvo testimonios reales.

Estamos en momento de elecciones, y hay que saber qué escogemos. Porque son tiempos de neofascismo. Hoy los votos aún pueden detenerlo; mañana, no lo sabemos. Ya está entre nosotros, de signo centralista o independentista, pero siempre con la secreta idea de imponerse por la fuerza, si es necesario.

Las estrategias, por el momento, no son desfiles de chicos armados, novios de la muerte. Emplean otros métodos, que son los precedentes: la mentira, la denuncia hecha a medida, la fabricación de falsos testimonios, el insulto, la persecución judicial. Catalunya ha sido especialmente víctima de ello. Se trata de desacreditar la política democrática y a aquellos y aquellas que son sus referentes visibles; señalar a las mujeres es nuevo, porque hace un siglo apenas había en el mundo público, pero ahora que ya están ahí se las trata como un eslabón débil, más fácil de destruir. Porque de eso se trata: de convertir al adversario en infrahumano, de hacer una caricatura venenosa, que lo haga moralmente repulsivo. Hasta conseguir su derrumbe final y el triunfo del más fuerte, objetivo siempre del fascismo, y devolvernos al punto cero de la humanidad.

Hace tiempo que en España vemos utilizar estas tácticas y vemos degradarse el lenguaje y las relaciones políticas, una situación que suele preceder a los golpes de estado fascistas. Tendría que haberse parado antes, sin duda; nos guste o no Pedro Sánchez, hay que admitir que ha acertado el diagnóstico. No me convencen las opiniones que critican cómo lo ha hecho: volvemos a mirar el dedo y no la luna. Pero, ¿qué hacer? Lo que es seguro es que no lo resolverá solo, porque un cambio de opiniones y formas de convivencia no se obtiene por decreto: cuando se hace desde arriba mediante el miedo y la represión es totalmente indeseable. Tiene que ser un cambio de toda la sociedad, de todos y todas nosotros. Y por eso, desde mi punto de vista, la pregunta no debe ser "¿Qué hará el presidente?" Por supuesto, debe actuar a fondo; pero la pregunta correcta es la de siempre: "¿Qué puedo hacer yo para detener la degradación de la democracia, de la vida pública de nuestro país? ¿Cómo puedo contribuir?"

Tenemos más fuerza de lo que a menudo imaginamos. Recuerdo, por ejemplo, cómo, a raíz de unas declaraciones contra Catalunya de Galinsoga, director entonces de La Vanguardia, todo el mundo dejó de comprarla: él tuvo que irse. Este es el camino: no leer ni un diario de los que fabrican y divulgan calumnias. No seguir ni una emisora de radio o de tele de este tipo –no sé si alguna vez habéis oído la Cope: da vergüenza pensar que la sostiene la Iglesia, que debería ser portadora de concordia y que lo que hace es atizar la discordia–. No repetir mensajes que insulten, difundiendo mentiras y hechos no comprobados. Digamos no a una degradación de la vida colectiva que sabemos cómo comienza pero no cómo puede acabar. Y hagámoslo entre todos y todas, única forma de mejorar una democracia que hoy se ve asediada en tantos lugares.

No podemos esperarlo todo del gobierno: o nos ponemos todos, o la degradación seguirá y empeorará, porque en cierto modo nos hacemos cómplices. Algunas de las primeras reacciones a su propuesta nos lo muestran ya sobradamente.

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