Netanyahu, la apoteosis del mal

1. El giro. Hay una imagen que estos días me viene a la cabeza de manera recurrente: el rictus de Netanyahu (maldad sardónica, podríamos llamarlo) en las Naciones Unidas. El miedo al conflicto hace que siempre nos instalemos –a menudo contra toda evidencia– en la idea de que nadie se atreverá a ir más allá de ciertos límites. Netanyahu dejó claro, sin enseñar las cartas por completo, que a él no lo detendrían. La mayoría de los reunidos no tenían noticia de que el primer ministro de Israel acababa de dar la orden de atacar a Beirut en la caza de Hassan Nasrallah, líder máximo de Hezbollah, y seguían haciendo propuestas de treguas y negociaciones que a Netanyahu le entraban por una oreja y le salían por la otra.

Poco después estallaba la noticia que ha dado la vuelta al escenario. O, mejor dicho, que ha dejado en ridículo las especulaciones de quienes hablaban de negociación y paz. Se había impuesto un relato demasiado elemental: Netanyahu se sentía amenazado, temía que si perdía el poder no solo terminaba su carrera política sino que podía ir a prisión, y no se echaría atrás fácilmente. Pero nadie imaginaba que llegara tan lejos. La masacre de Gaza, con los miles de víctimas civiles causadas, era vista casi como fin. Y no pensaba más allá de ese crimen y de algunas pequeñas incursiones fronterizas. Pero la voluntad de poder de Netanyahu carece de límites. Y de repente, cuando algunos ya creían que el desgaste acabaría rebajando la tensión, dio el salto y ya sin freno: bombas sobre Beirut –con el trofeo más preciado del líder de Hezbollah– que dejaban descolocados a sus adversarios. Y ataques en cadena en Líbano, Yemen y donde haga falta. Exhibiendo una potencia militar fuera del alcance de sus adversarios, que no deja de comprometer a quienes la suministran.

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2. El delirio. El líder amenazante, que tantos veían debilitado, contra todos. Netanyahu pisa el acelerador: sus adversarios quedan en fuera de juego y él no se detendrá. De un secuestro criminal de ciudadanos judíos por parte de Hamás hemos pasado a la insolencia imperial de quien, tras matar a decenas de miles de personas, no ha logrado recuperar a los rehenes –que eran la coartada para el despliegue de la violencia– pero sí dar relieve a la imagen de impotencia de sus adversarios. ¿Y ahora qué? El abismo entre los pocos cohetes de Hamás que llegaron a Israel para ser neutralizados y la tormenta bélica es abrumador. Netanyahu ha puesto al mundo árabe a la defensiva y no para. Siempre hay un límite: quién sabe si esa falta de contención puede acabar siendo su tumba. De momento, ha dejado a Occidente –y a la comunidad internacional en general– en evidencia.

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El espectáculo había sido tan desolador que ya ni siquiera se hablaba del riesgo de un conflicto bélico regional. Incluso ya había quien hacía lecturas maquiavélicas: a Irán, Irak, Líbano y Yemen ya les iba bien que Netanyahu hubiera desarbolado a los grupos radicales que con sus provocaciones resultaban incómodos para gobiernos que han recurrido al antisemitismo como factor de cohesión ideológico, pero saben que tienen las de perder en una confrontación bélica.

3. El desenlace: Cisjordania. Pese al ataque sobre Israel de las últimas horas, es razonable dudar de que Irán vaya mucho más lejos. Y en cualquier caso, gracias a la dejadez de Occidente, incapaz de detenerlo a tiempo, Netanyahu aparece manifiestamente reforzado y quién sabe si dispuesto a desplazar la represión hacia la disidencia judía, que fracasó en el intento de hacerlo caer antes de todo. Netanyahu se siente más fuerte que nunca. No es fácil que dé un paso atrás. Cisjordania podría ser el trofeo que diera satisfacción a su ego y argumentos para irse (dejando en ridículo a Estados Unidos y a Europa). Occidente debe leer bien esta historia. Y saber que hay momentos en los que hay que poner límites a los aliados. No olvidemos que, un año después, la mayoría de secuestrados por Hamás han muerto o siguen detenidos, y en ese tiempo el ejército israelí ha matado a más de cuarenta mil civiles.