Esto no se arregla con dimisiones
"Debemos continuar, y lo haremos". Así de contundente respondía Pedro Sánchez al ser preguntado por el caso Koldo y la crisis de confianza que sacude a su gobierno. Continuar puede ser suficiente para el PSOE, pero no lo es para un sistema que, si no cambia, permite que tramas como ésta sean posibles. El informe de la UCO revela cómo Ábalos, Cerdán y Koldo supuestamente buscaron "modificar el sistema de pujas", "tener más control" de los interventores y manipular el proceso técnico para que operadores afines ganaran con puntuaciones hinchadas. Y todo esto no lo sabemos porque lo haya detectado ninguno de los múltiples organismos anticorrupción existentes en España –ni oficinas de integridad, ni agencias de transparencia, ni tribunales de control interno (tenemos tantas y tantas)–, sino una investigación judicial que ha requerido meses de trabajo policial y pruebas tan claras como las conversaciones grabadas entre los mismos implicados.
No hablemos sólo de un error humano o de un caso aislado. Hablamos de un sistema en el que las alarmas parecen apagadas y debemos confiar en que el móvil "cándido" de uno de los involucrados nos descubra lo que las instituciones deberían haber detectado. Sin embargo, España no es un país especialmente corrupto. No pagamos sobornos para acudir al médico o renovar el DNI. La corrupción que afecta a la relación cotidiana entre ciudadanía e instituciones es escasa. Pero la percepción de la corrupción es persistente y creciente. Esta paradoja –poca corrupción cotidiana pero mucha percepción– se explica por la naturaleza política de los escándalos. No nos da miedo el trato que recibiremos en las oficinas públicas, sino lo que ocurre en los despachos donde se deciden contratos, cargos o subvenciones. Lo que la ciudadanía percibe no es un Estado corrupto, sino una política que utiliza a las instituciones como si fueran suyas, para financiarse o beneficiarse. Lo hemos visto con Gürtel, el caso Palau o los ERE de Andalucía, y ahora con el caso Koldo. Con dimensiones y objetivos –por ahora– diferentes, pero con un modus operandi demasiado similar: confundir lo que es público con lo que es de partido (o de uno mismo).
El primer impulso cuando estalla un escándalo es prometer castigos ejemplares. Y sí, es necesario que los responsables paguen, también las empresas implicadas. Pero si queremos evitar que casos como el de Koldo se repitan, no es suficiente con depurar responsabilidades. Hay que actuar sobre el sistema: reducir la discrecionalidad en la contratación, limitar los cargos de libre designación, reforzar los controles internos y revisar cómo se reclutan y promocionan los altos directivos públicos. No se trata sólo de voluntad política: es cuestión de diseño institucional.
Porque la corrupción no sólo nos cuesta dinero. También nos hace perder oportunidades y confianza. Cuando una obra pública se adjudica a quien no lo merece, no sólo se desperdician recursos, sino que se degrada la calidad de los servicios. Y cuando la ciudadanía asume que las reglas del juego no se aplican a todos por igual, se rompe el vínculo entre institución y democracia. Y esto no lo arregla ninguna dimisión.