El no-carisma de Salvador Isla

Salvador Illa no tiene carisma. Pero ya sabemos que, en tiempos convulsos, el no carisma puede ser una forma de seducción. Cuando hay cambios y zozobra, la gente de orden aguza su necesidad de orden, venga de donde venga. Puede ser el orden autoritario y radical, frontista y disruptivo, que se está imponiendo en medio mundo o puede ser, como alternativa vintage, el orden democrático liberal de toda la vida: el de los consensos, el sentido común, el diálogo, la previsibilidad, la estabilidad. Pese a las crisis de credibilidad que ha tenido el sistema –corrupción, ascensor social estropeado, desafección ciudadana...–, este segundo orden tiene la garantía de medio siglo de bonanza, el de la Guerra Fría, cuando en Europa el poder se lo repartían socialdemócratas y cristianodemócratas. Fueron tiempos de avance del estado del bienestar y de consolidación de derechos y libertades, con la revolución blanda de Mayo del 68 incluida. Paradójicamente, la victoria por el hundimiento del enemigo comunista, junto con la globalización económica y el consiguiente crecimiento industrial y tecnológico de los países asiáticos, ha acabado poniendo contra las cuerdas ese modelo de éxito europeo. ¿Debemos renunciar por completo o debemos tratar de evolucionarlo para salvarlo?

El presidente Illa nació y creció en ese mundo, con el añadido de los años de ilusión catalanes y españoles de la construcción de la democracia y el autogobierno. Es un demócrata liberal-social europeísta. No es de extrañar, pues, que su fórmula sea sumar las dos tradiciones ideológicas. Cuando habla de "humanismo cristiano" habla de esto. A sus altos cargos se les concreta con un listado de cinco puntos. Primero: "hacer", es decir, decidir y actuar sin miedo, con confianza. (Jordi Pujol hablaba de "hacer país"). Segundo: tener ambición. Tercero: no dedicarse sólo a administrar, sinó a "transformar" (a menudo se le acusa de mero gestor). Cuarto: ser gradualistas, nada de revoluciones (eso puede leerse como una alternativa o una réplica al Procés). Y quinto: tener valores, los del citado humanismo cristiano.

Cargando
No hay anuncios

La mayor diferencia con Pujol es el nacionalismo. Illa, de nuevo según los términos fijados en la Transición, se considera catalanista pero no nacionalista, a la manera del Tarradellas del "ciudadanos de Cataluña", pero sin el mesiánico "¡ya estoy aquí!" Concibe un país de ciudadanos, no de patriotas. Una res publica más que una nación. No es, por tanto, un nacionalista catalán. Tampoco un nacionalista español: el sanchismo no es como el felipismo, aunque está por ver hasta dónde el actual líder del PSOE y presidente español está dispuesto a llevar tanto su pragmatismo federalista como la singularidad catalana. En cualquier caso, Illa cree en la convivencia catalana dentro de un Estado plural. Cree que se puede seguir avanzando por ese camino. Gradualismo. Hay incluso quien le ve con posibilidades de suceder a Sánchez y presidir un día el gobierno de España. ¿Se ve él? ¿Está España preparada para tener un presidente catalán? Catalunya ha tenido ya un digno presidente andaluz, José Montilla, que hizo suya la catalanidad. También fue un líder sin carisma, laborioso y lúcido: fue él quien advirtió a España, sin éxito, de la "desafección" catalana.

Cargando
No hay anuncios

El goteo de fichajes exconvergentes del gobierno Illa tiene este sentido ideológico y estratégico: ofrecer estabilidad y consenso democrático, sumar las sensibilidades centrales catalanas para el progreso económico y social del país, garantizando el futuro de la lengua catalana en convivencia con la castellana dentro de un estado pluricultural. Con este programa pretende, también, ahuyentar el peligro del avance de la ultraderecha, tanto el españolista como la independentista. Si nos ponemos historicistas, lo que busca Illa es una especie de Pau i Treva (paz y tregua), una alianza mesocrática de orden seguro con valores (en tiempos medievales unió a la Iglesia y al campesinado contra el extremismo violento de los poderosos señores feudales). Seguro que en la apuesta también hay cálculo electoral, aunque no para atraer directamente a votantes del actual Junts, sino catalanistas desengañados del aventurismo independentista que, sin renunciar a sus ideales, acepten la gradualidad de la Cercanías ferroviarias y de una financiación singular. Quizá solo lo pueda conseguir un socialista bien visto en Madrid y sin carisma. O quizás España una vez más elija su peor versión. No tardaremos en saberlo.