Esto no gustará a nadie
Yuval Noah Harari es un pensador tan sutil que, diga lo que diga, casi siempre acierta. Cuando dice que no peleamos por tierras o agua, sino por historias imaginarias de nuestra mente, frota el blanco. Hubiera acertado del todo si hubiera añadido que estas historias tienen un trasfondo moral; que la política es un asunto moral.
La filosofía política moderna tiende a ver la vida política como un juego. Para Hobbes, las leyes de una comunidad son como las de los juegos: si se gana el acuerdo de los jugadores, son justas. Adam Smith habla del "gran tablero de ajedrez de la sociedad humana". Sin embargo, ésta no es la forma en que nos vemos políticamente a nosotros mismos y, si queremos entender qué es un político debemos partir de la realidad del hombre completamente inmerso en su propia experiencia política cotidiana.
Eduard Aunós, aquel político leridano que nadie quiere recordar, solía decir que “no hay nada tan discordante como las ilusiones”, que es lo que no acaba de ver a Noah Harari. Cierto es que las ilusiones que proyectamos sobre nosotros mismos son verdaderas en sus consecuencias, pero hay que añadir que las ilusiones son imaginaciones de lo posible y que crecen parasitando lo real. Cuanto más verosímil es la ilusión, menos consistente parece la realidad.
La política tiene lugar en el espacio abierto por la imaginación de lo posible y de lo real. En las sociedades cerradas lo real domina lo posible; en las abiertas, lo posible domina lo real con tal poder de seducción que hoy no hay ciudadano que no culpe la realidad de la tardanza a reconocerle el derecho a realizar lo posible. En las sociedades cerradas el ciudadano está en deuda con la realidad; en las abiertas, la realidad está en deuda con el ciudadano. Por eso el individualismo (su nombre políticamente correcto es autonomía) hace cada vez más empinada la creación de consensos políticos amplios sobre la interpretación de la realidad.
Después de un mitin electoral, una mujer se acercó al candidato que acababa de hablar y le dijo:
–Toda la gente de bien está con usted.
–Pues no tengo suficiente–, le respondió el político.
–¿Qué más quiere?
–¡La mayoría!
Como ante la realidad, guste o no, siempre se está en primera línea, a la política hay que llegar frustrado de casa. Un político por naturaleza es aquel a quien la realidad no le decepciona.
Si es difícil generar consensos sobre nuestras ilusiones, es relativamente fácil consensuar el menosprecio del adversario. Es más fácil tener un adversario común que identificar el bien común. Por eso, a menudo no son nuestras ilusiones las que definen nuestra posición política, sino que es nuestra posición política la que define nuestras ilusiones. El problema es que a menudo la posición que ocupamos nos ha sido asignada por el adversario.
Sócrates nos enseñó que es absurdo discutir sobre cuestiones que se pueden resolver con instrumentos precisos de medida. No discutimos sobre cuál es mayor entre dos números o sobre si un objeto pesa más que otro. Lo que dificulta los acuerdos y fomenta las enemistades es nuestra fe en el valor de nuestras ilusiones sobre lo justo, bueno, bello, nuestro... y de ninguna de estas cosas tenemos instrumentos de medida, por mucho que sean ciertas en sus consecuencias.
Shlomo ben Ami dijo en una ocasión que los europeos no comprendemos el conflicto entre Israel y Palestina porque, en el fondo, creemos que tendría una fácil solución si ambos bandos se comportaran como buenos cristianos.
El único remedio efectivo para evitar los enfrentamientos sería carecer de convicciones firmes. A veces parece que éste sea el ideal de Europa.
Ahora bien: ningún hombre serio aceptará sumisamente que nuestras ilusiones, por el mero hecho de ser nuestras, sean las más valiosas y, por tanto, no podrá evitar poner en cuestión los valores de su sociedad. Aceptar estos valores porque son los valores de su sociedad significaría no plantearse la cuestión de la verdad.
¿Y si la política fuera posible gracias a nuestro rechazo epidérmico a poner en cuestión nuestra verdad?
Las sociedades cerradas poseían un remedio contra los hombres serios: la cicuta. Las sociedades abiertas son más sutiles y han decidido confiar más en los expertos que en los hombres serios. Aunque una cuestión política es, por definición, una cuestión controvertida que no puede ser resuelta por expertos, hemos decidido vernos a nosotros mismos como nos ven las ciencias sociales y los expertos. Nos resultaría afrontoso experimentarnos a nosotros mismos tal y como nos ve el hombre serio.