No lo estropeamos
y Andreu Mas-Colell
20/06/2021
3 min

Del miércoles al viernes se ha celebrado la XXXVI Reunió Cercle d'Economia. Ha sido un éxito y un buen indicador de que la economía, y con ella la confianza de los sectores empresariales, se está recuperando. También de que la marcha gradual hacia la distensión política avanza, y quizás se acelera. Ha sido espléndido que participaran el presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, y el primer ministro de Italia, Mario Draghi. Este último ha recogido el I Premi Cercle d'Economia a la Construcció Europea. Un premio que empieza, pues, con muy buen pie. Felicitaciones al Cercle: la combinación de una historia que nace como un faro en la noche del franquismo y de una realidad presente rebosante de talento hace de sus reuniones un foro ineludible en España, y se empieza a intuir que también lo puede llegar a ser en Europa.

Participé en uno de los paneles. El moderador me preguntó por los retos de la colaboración entre el sector público y el privado. Resumo a continuación las ideas que transmití.

Podemos anticipar que, después de una década larga dominada por las crisis, el papel económico del estado aumentará. Para mantener mecanismos de seguro social en una economía globalizada y robotizada, para fortalecer capacidades estratégicas en salud, seguridad o propiedad intelectual, para garantizar suficiencia energética verde, o simplemente para poder estimular la economía cuando haga falta. Y no me refiero solo a los estados nacionales. El éxito en la emisión de deuda de la Unión Europea (UE) para financiar las ayudas Next Generation es un hito espectacular en este camino.

Para desplegar su acción económica, el sector público incide sobre el privado: regula, contrata, subvenciona. Como los marcos jurídicos propios de los sectores públicos (derecho administrativo) y privado (derecho civil, mercantil) son diferentes, no es automático que esta interacción funcione bien, que multiplique. De hecho, creo que hoy en día, precisamente cuando el papel del estado conviene que aumente, aparecen algunas nubes potencialmente peligrosas.

Una es la tendencia creciente a satanizar las concesiones y a identificar el perímetro de canalización de recursos económicos públicos con el perímetro de gestión directa por parte del estado. En el límite lo ideal parecería ser que el estado fuera autosuficiente y no contaminado por el contacto con el mercado. Un absurdo, pero una tendencia que puede llevar a una gran ineficiencia. Es muy dificultoso meter dinamismo dentro del marco jurídico del sector público. No es extraño que, cuando el gobierno español se ha enfrentado con la tarea de ejecutar en tres años las ayudas del Next Generation, lo primero que ha hecho (en un real decreto de diciembre de 2020) es relajar sus propias reglas: una buena señal de que se conoce a él mismo.

Otra es el rechazo a las metodologías que canalizan recursos públicos a través de instituciones que se supervisan a arms length, es decir, a distancia. Instituciones como agencias y fundaciones que son rigurosamente auditadas ex post pero que son de gestión autónoma ex ante. Entre nosotros hemos visto crecer la idea contraria: se considera que si una institución recibe una ayuda pública, la administración tiene que estar presente en su órgano de gobierno. Hay excepciones que ilustran hasta qué punto este posicionamiento es distorsionador. Imaginaos, por ejemplo, que un director general fuera miembro de los órganos de gobierno de la Iglesia católica. Quedaría implicado en todas las decisiones pequeñas y grandes. La presencia del subvencionador público en el órgano de gobierno de una institución puede llevar fácilmente a la parálisis. En la práctica, no se pueden tomar decisiones sin su acuerdo y, naturalmente, el responsable público, con muchas cosas en la cabeza, pecará por el lado de la prudencia: la manera más segura de no hacer nada inapropiado es no hacer nada. El arms length se inventó precisamente para resolver este problema, para combinar de manera ágil y efectiva la autonomía que pide una buena gestión y el rendimiento de cuentas que exige la sociedad. Lo estamos estropeando.

En definitiva, todo lo que he dicho confirma que la cooperación público-privada, indispensable, solo puede funcionar bien si se basa en la confianza. Las administraciones públicas tienen que suponer que los gestores, públicos o privados, de sus fondos son honestos y que saben lo que hacen. Ciertamente, en la historia, también en la reciente, podemos exhibir muchos ejemplos de gestores -en el sector público o en el privado- deshonestos o incompetentes. Pero si un autobús tiene un mal conductor la solución no puede ser aparcar el autobús. Tiene que ser perfeccionar el mecanismo de contratación de conductores, el de identificación de malos conductores y el de castigo a los que contravienen las reglas de la honestidad.

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