No vaya todavía. Quédese
Me miro las imágenes de miles (¡miles!) de exrefugiados sirios, emprendiendo el camino de regreso a casa, ahora que ha caído el régimen de Bashar el Asad. Los hay –y así lo explican los informativos– que valoran si permanecer allí donde llevan años viviendo y donde sus hijos han arraigado o si volver. Pero algunos ya están de camino.
Sin palabras, pienso en la precipitación de todos ellos. ¿Qué garantías tienen, qué seguridad? Sí, se ha caído Bashar al Asad, lo que torturaba a disidentes y oprimía a mujeres. ¿Pero quién puede decirles que se han acabado la tortura y la opresión? ¿Acaso los torturadores del régimen franquista, muerto el dictador, pidieron perdón y dejaron de pegar rojos? No fue así. Lo contaban nuestros abuelos, y reían cuando lo contaban, porque sí, pecaron de ingenuos. Se pensaron que al día siguiente todos los policías que violaban, pegaban y humillaban se habrían convertido en angelitos sopladores.
Me cuesta mucho pensar que toda esta cola de gente emocionada –nadie emigra por placer– piense que llegará y ya no habrá hambre, ni represión, y todo serán flores y violas. Muchos de los supervivientes españoles de los campos de concentración nazis regresaron a su casa. Los esperaban a todos en la frontera. Los mismos compatriotas se los mirarán con recelo ("tú fuiste, yo, no, y ahora vuelves como si nada hubiera pasado?"). ¿Cómo encontrarán las casas? ¿Vacías como cuando las dejaron? De pie, ¿cómo cuando las dejaron? Qué corrua de esperanza inútil, de precipitación, de un dolor que tenemos miedo a anticipar, que anticipamos.