Palestinos llevan los cuerpos cubiertos de niños fallecidos por el fuego israelí en la ciudad de Gaza.
18/09/2025
3 min

Los ciudadanos nos vemos expuestos a diario al combate político, ese montón de gritos y manipulaciones que nos caen encima como lluvia dorada (sin que en ningún caso les hayamos dicho que nos gusta que se nos meen encima). No nos lo merecemos, solo los hemos votado, ¿por qué nos castigan insultando a nuestra inteligencia, tomándonos por idiotas o amnésicos o ambas cosas? Pocas de las figuras que campan hoy por los órganos de representación están ahí por vocación democrática. Sabe mal decirlo, pero a la mayoría, a juzgarlos por sus formas, no les interesa más que el poder por el poder. Si tienen principios lo disimulan muy bien. Si actúan según unos valores más allá de los que impone la legalidad, no dan muestras de ello en sus actuaciones. Y ahora que ya se va normalizando el populismo basado en mentiras difundidas de forma masiva, el ambiente se ha vuelto aún más vomitivo. Los detesto a todos porque yo creo profundamente en la democracia, en la libertad, en el bien común y la justicia y ellos se dedican a remover estas exquisiteces cívicas como quien remueve la mierda de la montaña.

Hago general este hartazgo de la política, pero ahora mismo es el debate sobre Gaza y el exterminio de los palestinos lo que demuestra el nivel de degradación en el que vivimos. Ya desde el principio, cuando Israel inició con ferocidad la ofensiva contra la Franja, no faltaron las voces que alertaban, muy elegantemente, muy sensatamente, de que no se podía banalizar la palabra genocidio, que había que ir con cuidado porque la cosa es muy seria y etc. Ya hace muchos años que el trabajo realizado por los propagandistas del sionismo condiciona y determina el debate en torno a la causa palestina. Los tentáculos de Israel en los medios del mundo occidental son abundantes y persistentes y han tenido el poder de decidir cómo y cuándo se hablaba de la ignominia colonizadora y teocrática que fue la fundación de este estado (decidida según principios bíblicos, algo muy moderno y democrático).

Pero volvamos al debate de los términos, y a la obsesión por enrocarse en decidir si es o no es un genocidio. Solo ese desplazamiento de foco me parece una victoria para Netanyahu y su locura exterminadora. Pienso en las madres que tienen que dar de comer a sus hijos y no pueden. No puedo imaginarme un mayor horror, un sufrimiento más descomunal. Ver a la criatura que has parido que va menguando y menguando y quedándose en los huesos, que se te muere a cada minuto en los brazos sin que puedas hacer nada. Pienso en el niño al que llega la bala precisa del francotirador que apunta a su cabecita o a su corazoncito. Pienso en la destrucción de hospitales, en el bombardeo constante, en hacer ir a la población de aquí para allá como insectos que huyen de su fumigador. Pienso en la destrucción absoluta de todo lo que existe, ese gris que lo cubre todo, y en las cuencas profundas de los ojos de la niña despeinada, los rostros que miran a cámara cada vez más delgados. Pienso en las aguas sucias y el hambre a cada minuto, cada hora eterna. Quienes nos alertan sobre la importancia de pesar con precisión las palabras y no llamarlo, todavía, genocidio, ¿qué piensan de todo esto? Que se metan donde les quepa su fría ecuanimidad, que no es más que la prueba de su complicidad con los criminales; que se la queden toda, su superioridad intelectual, de la que quieren hacer gala, porque aferrarse al rigor lingüístico frente a lo que está pasando no es más que una prueba de cobardía. Exactamente igual que quienes lo fueron con los nazis mientras las cámaras de gas funcionaban a toda máquina. Ojalá no fuera un genocidio, y yo pudiera seguir leyendo los libros sobre el Holocausto, creyendo todavía que la cultura y la memoria son antídotos contra la barbarie. Y es que nadie habrá hecho más contra la causa de los judíos y el recuerdo del Holocausto que el propio Netanyahu.

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