La ómicron se lo está poniéndolo muy difícil a las escuelas, que han vuelto a ver alterada su necesaria rutina. La explosión de casos en el entorno educativo, tanto de niños como de maestros, se ha convertido en un auténtico problema que está complicando enormemente la normalidad en los centros después de las vacaciones. Los últimos datos son preocupantes: solo en un día, 15.000 alumnos contagiados; en los 10 días que hace que ha vuelto a arrancar el curso ha habido 99.459 positivos entre estudiantes y personal docente, más que en todo el curso pasado, cuando de septiembre a junio se registraron 85.666 casos. Es evidente que la capacidad de contagiar de la variante ómicron se propaga a mucha más velocidad que las precedentes. El hecho de que sea menos peligrosa para la salud no evita la sensación de vulnerabilidad que tienen ahora mismo las escuelas e institutos del país, ni sobre todo la preocupación que les genera en términos educativos. La realidad es que maestros y equipos directivos por ahora están más pendientes del covid que propiamente de su trabajo, cosa que inevitablemente repercute en el aprendizaje de los chicos y chicas y, a la vez, en la relación con las familias.
El cambio de protocolo anunciado por el departamento de Salud a última hora, a pesar de que en la práctica habrá evitado un confinamiento masivo en casa de menores de edad –la conselleria calcula que si se hubiera mantenido el confinamiento de todo el grupo por un único caso en un aula hoy habría 600.000 alumnos que no irían a la escuela–, ha dado la sensación de improvisación. Sin duda, no es fácil ir adaptando las medidas a una evolución poco previsible de la pandemia. En todo caso, garantizar la presencialidad ha sido un acierto. Lo que seguramente no se ha previsto lo suficiente es el desgaste que esto provocaría en los equipos docentes, que están al límite de su capacidad de respuesta: cerca del 7% de profesionales están infectados, un alud de bajas difícil de gestionar. Y, por otro lado, en estos momentos en los que la incidencia más alta se da en la población infantil y juvenil; además, precisamente los menores de 12 años son el colectivo en el que el índice de vacunación es más bajo: solo el 37,6% de niños y niñas de entre 5 y 11 años están vacunados, 75.000 en total. En este punto sí sería importante que las familias dieran el paso de vacunar a sus hijos pequeños, cosa que ayudaría a normalizar la vida en las aulas.
En todo caso, es verdad que la lentitud a la hora de hacer test de antígenos no ayuda a agilizar los procesos y acaba esparciendo los contagios: quizás un sistema de cribajes masivos y gratuitos ayudaría a frenar el virus. Pero el sistema sanitario no da abasto. Precisamente para hacer posible una respuesta a la demanda de test por parte del entorno escolar, la última modificación del protocolo, anunciada este mismo miércoles, ha sido ampliar de cuatro a siete días el plazo para hacer test de antígenos en las farmacias cuando haya un positivo en un aula y hacer solo una prueba a cada alumno, aunque en su clase aparezcan más positivos esa semana. El bucle está servido. Y la ómicron saca provecho de ello.