Ese orgullo barcelonés

El primer indicador internacional que recuerdo haber oído de Barcelona era que el Distrito V (hoy el Raval) tenía una densidad de población como la de Calcuta. El factor de comparación más popular de la época era literalmente provinciano, las matrículas de los coches, cuántos había matriculados con la B de Barcelona y cuántos con la M de Madrid. La ciudad tenía las fachadas sucias, envolvíamos la basura en papeles de periódicos, había calles por asfaltar y la solución a las caravanas (las llamábamos así) de tráfico de entrada en la ciudad los domingos por la tarde era un aviso de megafonía que repetía, a la altura de Torre Baró, “Llegando a la fábrica de cemento, carril izquierdo, señalizado, directo a Barcelona”.

Era un lugar común indiscutido afirmar que Barcelona era la capital más europea de España (encima, había un Talgo a París y a Ginebra), y el estilo más dinámico y menos oficialista de hacer radio y televisión se llamaba la escuela de Barcelona. Basta con andar por el Passeig de Gràcia para entender que aquella ciudad había conocido tiempos extraordinarios. Si añadíamos que Barcelona tenía mar (aunque nos tocaba un trozo de playa minúsculo en la Barceloneta), que en Barcelona nacieron el primer diario del continente y la primera radio de España, y que había celebrado la Exposición de 1929, un barcelonés se sentía preparado para enfrentarse a cualquiera; tanto es así que, cuando le concedieron los Juegos Olímpicos, muchos pensamos que al fin alguien había fabricado el traje a la medida que en justicia nos correspondía. Sin ese orgullo de ciudad, tan lleno de complejos y miserias como queráis, los Juegos no habrían salido tan bien. Que ese orgullo algo resentido haya desaparecido es normal. Lo triste es que haya desaparecido la autoestima sin la cual una ciudad es una simple suma de millones de intereses individuales.