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Palabras en guerra

En condiciones de normalidad democrática el poder tiende a expandirse y a considerar que la prensa libre siempre es desafecta o nunca suficiente entusiasta de sus posiciones. Por supuesto, también en el periodismo hay quien está dispuesto a intervenir en la política más allá del compromiso cívico de intentar honestamente explicarla. Pero las tensiones no invalidan que el periodismo libre es una forma de resistencia de la democracia y la tensión permanente entre prensa y poder no solo es sana, sino que cuenta con un sistema de garantías, quizá imperfecto, pero real. La prensa libre y la libertad de expresión son factores que ayudan al desarrollo en todos los sentidos o, dicho en palabras del nobel de economía de origen indio Amartya Sen, ninguna democracia con prensa libre sufre un hambre masivo.

En cualquier régimen político el control de la información y del pensamiento es una palanca del poder para tener el monopolio de la razón, del discurso correcto y, del mismo modo que la palabra se intenta controlar desde el poder, también la palabra es el instrumento básico del pensamiento crítico y uno de los pilares de la libertad individual y colectiva. El debate, el uso de la palabra libre, es por lo tanto un pilar democrático que preservar desde la conciencia que ni es automático ni se ejerce sin esfuerzo. En nuestro mundo, también en la Europa privilegiada, es casi un lujo. Como escribía Walter Lippmann: “La libertad se puede permitir donde las diferencias no son relevantes [...]. En los tiempos en los que los hombres se sienten seguros, la herejía es cultivada como el condimento de la vida. En cambio, durante una guerra, la libertad desaparece en el mismo momento que la comunidad se siente amenazada”. Lippmann define exactamente lo que está pasando estos días cuando asistimos a una degradación de la libertad en manos de la propaganda de guerra y la imposición de silencio o la aparición de los eufemismos venenosos cuando se habla “de operaciones especiales” para definir una guerra o una invasión.

Son días difíciles para el periodismo en general, que tiene que huir de las mentiras construidas por los unos y por los otros, del pensamiento único y del algoritmo que refuerza los prejuicios. Son días complejos y son días, en cuanto a la libertad de prensa, especialmente trágicos en Rusia.

Si el periodismo tiene alguna utilidad es la búsqueda continua e inabarcable de la verdad. Tan inabarcable y tan necesaria que llevaba a André Gide a escribir: “Cree a aquellos que buscan la verdad, duda de los que la han encontrado”. Lo escribió volviendo de la Unión Soviética.

Cuando esta ley superior de buscar la verdad pone en riesgo no solo la propia vida, sino la propia existencia del periodismo, la oscuridad es tan densa que se hace insoportable: esto es lo que está pasando masivamente en Rusia, donde el ejercicio del periodismo o de cualquier tipo de libre pensamiento ya era una actividad de alto riesgo.

Esta semana el nobel de la paz Dmitri Murátov, director de Nóvaya Gazeta, la publicación de la resistencia periodística rusa, ha decidido cerrarla.

Hasta hoy siete de sus reporteros habían sido asesinados, entre ellos Anna Politkóvskaya, que explicó en cantidad suficiente los métodos de la guerra bárbara de Putin en Chechenia: la brutal devastación de Grozni, que tanto recuerda a Mariupol estos días. Algunos de los periodistas de Nóvaya Gazeta se han refugiado en el extranjero y su rotativa se ha parado. Como tantas otras antes.

Cuando recibió el Nobel de la Paz “por sus esfuerzos por defender la libertad de expresión, condición previa para la democracia y la paz duraderas”, Murátov denunció que el periodismo en Rusia atravesaba “un valle oscuro”. Más de un centenar de periodistas habían sido acusados de ser “agentes extranjeros” y “las torturas eran una práctica habitual”. Nóvaya Gazeta ha decidido que suspende su publicación después de varias advertencias del regulador ruso de las comunicaciones. Cierra al segundo aviso antes de que el tercero signifique retirarles la licencia y callarlos por siempre jamás.

Algún lector debe de estar pensando que la propaganda no es solo rusa. Tiene razón. Pero en una democracia hay posibilidad de luchar. En una democracia como la nuestra, para formar una opinión pública madura se necesita un debate generoso. Solo cuando una opinión pública madura tiene una cohorte de hechos aceptados desde los varios prismas llegamos a hacer lo que los anglosajones denominan la “manufactura del consenso”, que permite avanzar en el progreso común. No olvidemos que la salud democrática depende de la calidad de este debate, de las palabras y de la capacidad de consenso, de cada uno de nosotros.

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