Palestina: el camino hacia la paz

Hace solo unos días, el 31 de julio, la Unión de Comités de Trabajo Agrícola de Palestina (UAWC) denunció que las fuerzas de ocupación de Israel atacaron y destruyeron el banco de semillas de Hebrón, en Cisjordania, y sus almacenes, donde se preservaba toda la diversidad agrícola. Un ataque que los campesinos de los comités consideran que atenta contra la identidad palestina, y afecta a su supervivencia porque "sin semillas no hay cosechas".

A orillas del mar, Gaza —desde hace años una inmensa cárcel al aire libre— se está convirtiendo en un campo de exterminio intolerable para la Humanidad, pero tolerado por una comunidad internacional que asiste atónita a la ruptura de todas las leyes humanitarias, ante una población mundial impotente ante los intereses cruzados de las potencias occidentales con Israel, y ante una ciudadanía israelí que vive atrapada en el espejismo de la violencia y en el engaño de que su país está amenazado, de que se está defendiendo legítimamente, y por eso puede dejar de mirar lo que para todo el mundo es una realidad incontestable: un genocidio en marcha.

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Estas atrocidades se añaden al incremento de la violencia de los colonos de Israel, que ocupan cada vez más tierras y poblados de Cisjordania, donde destruyen olivos, casas de familias palestinas y campos de cultivo, con la necesaria connivencia del ejército israelí.

El drama palestino viene de lejos. Los vencedores en 1945, en deuda con el pueblo judío, facilitaron la creación de un estado que debía convivir con los habitantes de Palestina. Pero la creación del nuevo estado sionista y judío nació con sangre, la de más de 15.000 palestinos, el desplazamiento de 800.000 personas y el despoblamiento de 600 pueblos. Desde entonces el estado de Israel ha vivido siempre con miedo, amenazado y con episodios de violencia continuados.

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Por otra parte, el no reconocimiento del Estado de Israel por parte de países vecinos ha añadido leña al fuego de un conflicto que se considera el foco de inestabilidad geopolítica mundial más importante. Irán, la mayor potencia del islam chiíta, impide también cualquier solución futura al no reconocer el derecho de Israel a existir y reclamando un giro histórico imposible.

Ante el callejón sin salida de la situación actual, se impone la creación de un nuevo orden de cosas que tenga en cuenta algunos principios, que pueden parecer utópicos en una primera lectura, pero que están fundamentados en el diálogo entre enemigos como la herramienta indispensable para resolver las crisis más persistentes.

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En primer lugar, el reconocimiento de los pueblos israelí y palestino a tener su propio estado. Ahora mismo, la ocupación de más y más territorios por parte de Israel hace inviable un estado palestino, por lo que será necesario un esfuerzo diplomático gigantesco para sentar a las partes y analizar los mapas de 1948 y de 1967, invocar una mediación legitimada por todos... que quizás dé como resultado la imposición de un único estado laico y moderno, no sionista ni islamista. Una solución muy difícil de digerir ahora mismo. Por eso es importante que la comunidad internacional reconozca, como primer paso, un estado palestino que dé legitimidad a cualquier diálogo posterior, en igualdad de condiciones entre las partes.

Esto supone, en segundo lugar, la aceptación del fin de la violencia por parte de todos. Un alto al fuego que comprometa a Israel, a Hamás y también a las diferentes facciones armadas de la zona, y la declaración explícita por parte de los países de Oriente Medio del derecho de los dos pueblos a tener un estado.

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Si se quiere construir una solución duradera, en tercer lugar, Israel debe comprometerse a cumplir la legalidad internacional y las resoluciones de Naciones Unidas. Difícil, porque el drama actual tiene mucho que ver con el descrédito —fomentado entre otros por el lobi sionista estadounidense— de las organizaciones multilaterales y, especialmente, de la ONU. Pero imprescindible para construir paz desde una legitimidad que incluya a todos los países del mundo. Esto supondrá un trasiego para la sociedad israelí, pero la diáspora judía no sionista puede presionar mucho y ayudar a vencer resistencias por no verse arrastrada a ser identificada con la mala imagen que ahora mismo tiene el sionismo en todo el mundo.

Y, finalmente, hay que reforzar el papel de Naciones Unidas con una reforma que hoy se vislumbra imposible, pero para la que hay que trabajar desde ahora para hacerla posible en unos años. Que ningún Estado pueda ser juez y parte en un litigio internacional; que ningún estado pueda torpedear un acuerdo mayoritario; que todo el mundo tenga voz y voto, y que el Consejo de Seguridad tenga una representatividad que lo haga imprescindible para fomentar el diálogo y la negociación desde el respeto y la empatía.

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Hoy todo parece una quimera, pero buena parte de la opinión pública informada sabe que este –o uno parecido– es el único camino que conduce hacia la paz de verdad.