Los efectos colaterales de la pandemia del covid-19, todavía dolorosamente entre nosotros, son como una hiedra que cubre toda la fachada de nuestro agrietado edificio social. La metáfora es pertinente porque precisamente la vivienda es, ahora mismo, uno de los grandes puntos débiles. Ya veníamos de una situación precaria, fruto de la crisis económica de 2008, que había quedado empantanada y que ahora no ha hecho más que agravarse debido a los estragos también económicos que está provocado el coronavirus. La moratoria en los desahucios para personas en situación de emergencia social ha conseguido parar el golpe, pero si, como está previsto, se acaba con el final del estado de alarma el 9 de mayo, nos encontraremos con una nueva oleada de personas sin hogar difícil de gestionar. Serán muchas las familias sobre las que se acumulará la amenaza de quedarse sin techo con el fin de los expedientes de regulación de ocupación temporal (ERTE) y las ayudas a los autónomos, medidas que si no se produce un nuevo alargamiento caducarán alrededor de las mismas fechas, el 31 de mayo.
El panorama ya muestra síntomas preocupantes. En el último trimestre de 2020, las ejecuciones hipotecarias, que pueden acabar en futuros desalojos, crecieron en el conjunto del Estado un 17,5% más que en el mismo periodo del año anterior: Catalunya, con 4.643, fue el territorio donde se efectuaron más. Los desahucios propiamente dichos de momento se han retardado, no solo por la moratoria, sino también por el tapón que hay en los juzgados también debido al covid. Pero cuando se recupere el ritmo de trabajo judicial, todo lo que ha quedado colapsado empezará a salir. Si a esto se le suma la lenta recuperación económica, el drama está servido. Acuerdos como el reciente entre Generalitat y Endesa para paliar la pobreza energética condonando la deuda a 35.000 familias son necesarios, como también lo es poner énfasis en la imprescindible reactivación económica para generar riqueza y no depender solo de políticas sociales.
En todo caso, no hay soluciones fáciles para una crisis habitacional que viene de lejos y que es el principal factor de pobreza y desigualdad, también generacional. El acceso a la vivienda o bien hipoteca de por vida el futuro de los jóvenes o bien es directamente una quimera. La dificultad de las administraciones para hacer vivienda de protección oficial en alianza con el sector privado –en Catalunya el alquiler social es el 1,6%, ante el 15% de la media europea–, los titubeos en la regulación de los precios de alquiler –no está claro si la nueva ley estatal incluirá la medida–, los procesos de gentrificación y la posición de fuerza de los bancos como grandes tenedores no ponen las cosas fáciles. De entrada, una medida de choque sería alargar la moratoria de desahucios para dar tiempo a un diálogo de fondo entre los agentes implicados, incluidas las entidades sociales que paran el golpe para tantas familias en la arista del abismo. Dar por consolidado un alto grado de sinhogarismo es un fracaso colectivo que no nos podemos permitir. El camino de salida pasa por reactivar el tejido económico, cambiar las regulaciones del mercado de vivienda y atender las emergencias sociales.