Pantallas y menores: tendremos que ser más radicales
Cualquier padre con una mínima capacidad de observación puede ver que vincular a infancia con tecnología es un negocio redondo para las grandes corporaciones de la industria digital y un auténtico desastre para la protección y bienestar de los menores. Hemos pecado de ingenuos. Nos dijeron que nuestros hijos eran de un mundo nuevo, incluso que pertenecían a una especie diferente, y que nosotros ya habíamos quedado desfasados. La mejor campaña de marketing de la historia de la publicidad, que hizo que ciudadanos e instituciones nos tragáramos acríticamente toda la propaganda que camuflaba hábilmente sus intereses mercantiles con destino a la humanidad entera. Ahora da vergüenza recordar a Eduard Punset explicando que se nos harían grandes los dedos pulgares de la mano porque envíamos muchos mensajes de texto. Darwin no sabía si llorar o reírse dentro de su tumba escuchando la frivolidad con la que se divulgaban sus teorías, pero Punset tenía colas kilométricas el día de Sant Jordi.
Los niños nacidos al borde del milenio no solo no han sido más especiales que sus predecesores, sino que en muchos casos han sido despojados de las capacidades de resistencia necesarias para afrontar la vida adulta. Les hemos impedido la frustración, les hemos dado a entender que sus deseos son leyes y que la realidad se adaptará a ellos y no al revés. De ahí deben de venir muchos de los problemas de salud mental que sufren y el hecho de que en muchos casos, a pesar de tener cubiertas necesidades básicas y vivir objetivamente en mejores condiciones que otros muchos adolescentes en este planeta, se instalen en la queja continua y cualquier opinión adversa les parezca un agravio insoportable. Son vulnerables también ante la expansión de cualquier moda que se difunda por los canales que les resultan más atractivos, las redes sociales, los videojuegos, YouTube... Los profesores atentos a su alumnado se lo pueden explicar de primera mano: una hay un grupo de niñas que dejan de comer, como si la anorexia fuera un virus; otros se hacen fanáticos y repiten consignas reaccionarias contrarias a todos los valores en los que se supone que han sido educados; a aquellos les da de forma repentina para ser trans en grupo cuando nunca habían expresado ningún sentimiento de disconformidad con su género. Por no hablar del acoso que ya no se da solo en los centros educativos o calles adyacentes, sino que se traslada a los grupos de WhatsApp y puede convertirse en una auténtica pesadilla de violencia verbal para la víctima elegida. Y en cuanto al tema de la igualdad entre chicos y chicas, no hay que perder de vista que los dispositivos digitales de última generación propician las peores conductas machistas. A través de la pornografía, ingente y al alcance de cualquiera con un solo clic, se educa a los niños en la humillación, el sometimiento y la vejación de las chicas, y a ellas les pervierten el propio deseo erotizando la violencia y la sumisión y haciendo que en las relaciones sexuales aprendan a ocupar el sitio de las esclavas torturadas. Pero en TV3 ya nos han dicho que la solución es que los actores porno hagan educación sexual en las aulas. ¿Y por qué no pedófilos y proxenetas, ya puestos?
Aunque no me sirve de consuelo viendo las terribles consecuencias que tiene para la salud de los jóvenes el uso precoz de las nuevas tecnologías, yo tengo la conciencia tranquila. En su momento resistí tanto como pude con mis hijos y opiné públicamente sobre el tema diciendo que lo que se estaba produciendo era un auténtico proceso de colonización de la infancia. Y, como ocurre ahora con todo, no tardaron en tildarme de tecnófoba. Ahora lo que veo es que solo podremos proteger a niños y adolescentes con leyes radicales y contundentes que prohíban el uso de los móviles a los menores igual que tienen prohibido el tabaco o el alcohol.