Podridos antes de madurar
La generación del tiempo de las cerezas, la que vivió a caballo entre el fin de la dictadura y el comienzo de la democracia, lo tenía todo por hacer, todo por ganar. Aunque no fueran pocos los que se encontraron con que las cerezas eran escasas y duraban poco, pasar del antiguo régimen al nuevo orden supuso enormes cambios vitales, profesionales y sociales para una parte importante de la población que era entonces joven. Accedieron al poder quienes habían sido excluidos, al mundo laboral, a la administración, a todo lo que tuvo que construirse de nuevo. Las mujeres pasaron a ser consideradas como personas de pleno derecho a nivel legal. Es indecente afirmar que ellos gozaron de infancias y juventudes mejores que las nuestras (no es cierto desde ningún punto de vista, ni con toda la nostalgia que queráis), pero sí tuvieron un motor poderosísimo que los de mi quinta echamos de menos a menudo: esperanza. Esperanza en las posibilidades de los nuevos tiempos y las oportunidades de progreso que podía tener cualquiera (o eso decían). Quedaron escondidas bajo la alfombra la pervivencia de viejas prácticas que se adaptaban al nuevo sistema como la picaresca y el enchufe, la corrupción y los nepotismos de todo tipo. En el tiempo liminal de la Transición no fueron pocos los poderosos de antes que supieron infiltrarse en las instituciones para seguir conservando los privilegios de siempre. Más aún en el jugoso mundo de las obras públicas y la opulencia de sus presupuestos.
Nuestra generación, admitámoslo, ya nació con un pie en la desmovilización política, y hasta que no llegó la crisis del 2008 no tomamos conciencia de cómo habíamos renunciado a ser parte activa de los mecanismos vertebradores de la democracia en la que vivíamos. Los padres acomodados que habían conseguido buenos trabajos, en muchos casos de funcionarios, nos decían que nosotros ya no necesitaríamos luchar por nada porque todo lo habían hecho ellos. Qué forma de impedir que nos hiciéramos robustos como ciudadanos. En la cultura popular que consumíamos, lo que estaba de moda era un relativismo radical que ya no confiaba ni creía en nada porque, nos dijeron, todas las ideologías se habían derrumbado. La única vía para contestar al poder establecido era la contracultura, el cinismo, la posmodernidad líquida y poner bajo sospecha cualquier propuesta de solidez. El amor estaba pasado de moda (pero a la vez nos tragábamos la droga dura de las comedias románticas), huir de la realidad era lo más sensato que podíamos hacer y reírnos de todo, claro. ¿Quién quiere un trabajo para toda la vida?, decían algunos de mis amigos en la universidad menospreciando ese anhelo de seguridad de los mayores. ¿Quién quiere vivir siempre en el mismo sitio? Y mientras nos distraíamos soñando con el viaje infinito, con las posibilidades que nos ofrecían las líneas low cost y la nueva tecnología, nos iban preprando la precarización laboral y el encarecimiento de la vivienda.
Fue la Gran Recesión lo que nos sacó de nuestro estado de letargo civil y por primera vez, en tanto que generación, nos implicamos activamente en política. Aunque siempre faltos de una visión colectiva y bajo el signo del valor hegemónico ahora mismo en Occidente: el narcisismo. Si repasamos los líderes que hemos ido escogiendo, ya sean de izquierdas o de derechas, y que han terminado en grandes decepciones, pudriéndose antes de madurar, no cuesta encontrar en todos este rasgo distintivo de nuestro tiempo. Los hemos ido votando porque son como nosotros, individualistas, autorreferenciales, egocéntricos, más centrados en la imagen y la comunicación que en los contenidos, más preocupados por salir guapos en la foto que por el bien común. Todo esto son generalizaciones, claro, pero cuando se descubre la magnitud de la tragedia de la corrupción cuesta evitar la mirada larga, cuesta no llegar a estas conclusiones.