Nativismo y politización de la justicia
1. Una tendencia inquietante. Dice Jürgen Habermas que “hoy, como demuestra la pandemia, la conciencia bascula hacia un estado defensivo”. Hace tiempo que constato una tendencia inquietante: es cada vez más habitual que en las conversaciones (familiares, con amigos, entre colegas, en cualquier ámbito de relación) surjan referencias a un futuro autoritario como un destino casi inevitable. A veces son comentarios en términos de análisis de relaciones de fuerzas y de los desequilibrios de poderes y con voluntad de buscar vías para superar la amenaza del autoritarismo postdemocrático, pero a menudo contienen una dosis preocupante de asunción fatalista, como si la democracia estuviera al final del camino.
Es cierto que en la escena política esta música hace tiempo que dura: y no podemos olvidar que fue una dictadura –la de Pinochet– el lugar escogido para el primer experimento de aquello que se ha llamado neoliberalismo (una blasfemia para la gran tradición liberal). Desde que ese delirio nihilista se estrelló en la crisis de 2008, el mito chino, como estadio superior del capitalismo, no ha parado de crecer, y la expansión de la extrema derecha, con sus diversas variantes y manifestaciones (de Le Pen a Trump o al autoritarismo centroeuropeo), ha sido exponencial hasta llegar a ser una amenaza significativa, reforzada por la radicalización de la derecha convencional.
La pandemia ha tenido la virtud de hacernos tomar conciencia de nuestra precariedad, pero nos ha conducido a una situación paradójica entre una cierta recuperación del sentido de comunidad y el miedo. Y las derechas radicalizadas están intentando capitalizar estos miedos de la peor manera. Tres sociólogos franceses, Christophe Bortessi, Jan Willem Duyvendak y Aurélien Taché, en un libro reciente, hablan de “nativismo”: “La concepción de la sociedad” que “rehúsa la igualdad entre los ciudadanos y propone clasificarlos por orden de llegada y proximidad étnica, religiosa o cultural”, que se expresa en las conductas fóbicas y en el rechazo de la inmigración, y que se aleja de cualquier idea democrática y republicana que reconoce la igualdad de los ciudadanos independientemente de su condición. Es lo que se lleva, liquidando una de las conquistas de la modernidad: el estado nación como marco compartido por gente diferente. Y volviendo a las ideas románticas de la nación como encarnación de lo teológico en la política democrática. Con consecuencias terribles para la democracia: porque desde esta cultura –los nuestros y los demás, los nativos y los venidos de fuera, los patriotas y los traidores– es muy difícil construir espacios compartidos. Y solo desde una cultura que dé pleno reconocimiento al otro se pueden cultivar los territorios comunes.
2. El declive. El resultado es que los debates se desnaturalizan desde el primer momento. Porque en lugar de reunir información y evaluar los problemas en su complejidad, se vive del escarnio, de la conversión de la anécdota en categoría, de las imputaciones infundadas, de la carencia de datos objetivos. De hecho, no se quieren soluciones, se quieren tensiones, porque alimentan a los que no quieren acuerdos. Lo vemos estos días con el enésimo despliegue mediático contra la inmersión lingüística. Como los datos objetivos no favorecen su relato, se construyen episodios de victimización –y, aun así, encuentran bien pocos– para negar cualquier balance objetivo de la política de inmersión y decantar el problema de un solo lado, pretendiendo contra toda evidencia que el castellano está en riesgo cuando sigue siendo ampliamente mayoritario. Y lo hacen con un recurso que la derecha ha convertido en hábito en la democracia española –por mucho que algunos no lo quieran ver–, que es la judicialización de la política, que les lleva a transferir sistemáticamente a la justicia todo aquello que no les gusta. Y no nos equivoquemos: el trabajo de la justicia es aplicar la ley ante situaciones delictivas, no resolver los compás de espera que la política no es capaz de afrontar. Nativismo y judicialización: así declinan las democracias. Y triunfan los autoritarismos.