Poner nombre a la criatura

El soberanismo, en cada momento, ha sabido crear las expresiones que han definido el espíritu y lo han empujado hacia adelante. Son palabras, lemas, eslóganes, frases afortunadas que han sintetizado los objetivos, el estado de ánimo y los estilos de lucha. Entre las primeras locuciones está ese derecho a decidir que la Plataforma pel Dret a Decidir puso en circulación hacia 2005. Era un eufemismo que suavizaba y hacía asumible el derecho a la autodeterminación, que obviaba en enfrentamiento con España que hasta entonces había caracterizado al independentismo y que fomentaba la autoconfianza. A partir de estas expresiones se podría escribir la historia de cómo la independencia política pasó de ser la quimera de unos pocos militantes hasta convertirse en la esperanza política más difundida entre los catalanes del Principat.

Más adelante, el derecho a decidir fue recogido por Òmnium en la manifestación del 10 de julio del 2010, en una evolución del tradicional Somos una nación. La pancarta que encabezó el acontecimiento, "Somos una nación. Nosotros decidimos", acompañó el paso de la señera a la estelada. ¿Quién no recuerda el emocionante "Tenemos prisa, mucha prisa" de Heribert Barrera en el anuncio de la mencionada manifestación? Desde entonces, entre más, todavía resuenan los grandes aciertos de la añorada Muriel Casals, con ese "Nosotros somos el sueño" en el Concert de la Libertad en el Camp Nou de junio del 2013.O la expresión revolución de las sonrisas, que también se le atribuye, nacida cerca del 9-N del 2014. Y desde allá llegamos al "Ho volveremos a hacer" de Jordi Cuixart al alegato final en la farsa de juicio al Tribunal Supremo, el junio del 2019. 

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En sentido contrario, también han ido apareciendo las expresiones que han recogido el espíritu de derrota de los días posteriores al referéndum del 1 de octubre de 2017. Palabras como lirismo han querido desacreditar el espíritu festivo de la lucha política soberanista. Por no decir el término procesismo, utilizado para calificar la pretendida cobardía de un independentismo interruptus, supuestamente acomodado en un camino sin ningún otro horizonte que el de perpetuarse en el poder, incapaz o impotente para lograr el objetivo final. Personalmente, siempre me han parecido calificaciones no tan solo injustas, sino que sabotean lo que pretenden defender. La revolución de las sonrisas no tenía nada de ingenua, y facilitó la adhesión de medio país a la aspiración independentista y de más de tres cuartas partes al soberanismo, cosa que nunca habría conseguido el radicalismo militante. Y los del procesismo tampoco han explicado nunca cómo se podría dar el paso final a la secesión. La ilusión de un salto sin proceso es otra forma de lirismo, quizás todavía más frustrante.

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En los últimos meses el independentismo se ha dividido entre la vía ancha de ERC y la confrontación inteligente de Junts, como expresión de dos estrategias divergentes en el método pero coincidentes en el objetivo final. Y, más allá de las dificultades de un entendimiento entre rivales emocionalmente heridos o del reparto de las migajas que quedan de poder autonómico, si quieren pactar gobierno –estos u otros–, necesitarán encontrar un lema con capacidad unificadora y para proyectar la confianza que fue negada al gobierno anterior. Esto, a pesar de saber que no basta con poner un nombre artificioso a la cosa. Los nombres de los gobiernos Catalanista y de Izquierdas –el de la reunión con ETA, el Dragon Kan, la expulsión de ERC o la salida de Maragall del PSC– y el del Entendimiento Nacional por el Progresonunca superaron el nombre de primer y segundo tripartito, ahora farisaicament ignorados por los que se han estado desgañitando por la actual inestabilidad. 

Desde el Génesis sabemos que poner nombre a las cosas es el primer gesto de poder. Por eso, paralelamente a las conversaciones para pactar gobierno, sería prudente contar con expertos en esto que llaman el naming y el branding, para hacer que la criatura nazca con un nombre que transmita la fuerza que será necesaria en estos tiempos tan aciagos.

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Salvador Cardús es sociólogo