¿Es posible la amnistía?
No es fácil hablar en términos exclusivamente jurídicos de algo que, a pesar de tener una definición técnica relativamente consolidada, no es una noción inmutable ni mucho menos. Me estoy refiriendo a la amnistía y, de paso, al indulto. Se trata de dos formas –en principio– distintas de evitar una pena. La primera sería global y eludiría la acción de los tribunales, sometiendo a un olvido procesal total unos hechos que podrían haber sido considerados delito por los jueces, antes de que lo sean. El indulto estaría más encaminado a perdonar las penas de delitos ya juzgados.
Sin embargo, se trata de figuras fluidas entre sí. Ha habido indultos anticipados y amnistías que han cubierto hechos ya juzgados y condenados. La ley de amnistía de 1977 y la propia ley de indulto de 1870 son la prueba de ello, y no parece que nadie quiera reclamar ahora su inconstitucionalidad sobrevenida. Son figuras, no hay que olvidarlo, que parten de una prerrogativa real de cuando no había división de poderes, es decir, de cuando los jueces eran delegados de los reyes y estos, como jueces supremos, decidían revocar el castigo o prescindir de él. Por tanto, se trata de figuras predemocráticas ajenas a la división de poderes. Si han permanecido en nuestros ordenamientos actuales ha sido por una mezcla de tradición y necesidades políticas que ha hecho necesario disponer de un instrumento excepcional para que las penas impuestas por los jueces no provocaran males mayores. Las pocas motivaciones de amnistías e indultos que uno puede encontrar en la historia dan fe, en general, de esto: pura oportunidad política. Solo en las últimas décadas se ha intentado dar al indulto una especie de finalidad reparadora del reo, en consonancia con el sentido cristiano del arrepentimiento y del perdón. La ley de indulto española de 1870 va por esta línea religiosa y ha sido interpretada de esta forma rehabilitadora en democracia sobre todo.
Ahora estamos ante uno de estos momentos de oportunidad política que a veces se dan, para pasar página a los hechos del Procés de 2017 y dejar atrás de una vez toda la retahíla de procesos judiciales que se derivó. Hay que tener presente, además, que muchos de ellos ni siquiera deberían haber empezado. Rebeliones fantasmagóricas que finalmente no vio nadie, forzadísimas sediciones después –según el Tribunal Supremo– despenalizadas, y malversaciones que nunca han llegado a describir a ciencia cierta y con detalle su supuesto modus operandi, o bien desobediencias que quizás más bien fueron actos de protesta o reivindicación ciudadana absolutamente pacíficos que no merecían sanción alguna, al menos penal. Asumimos que se abusó del derecho penal, con el aplauso ideológico descabellado de demasiados juristas incluso de prestigio, y que esto ha llevado a un callejón sin salida político muy complejo que hay que reparar también políticamente, como debería haber sido desde el principio.
La pregunta es si la amnistía sería la mejor solución, e incluso si sería una posible salida desde el punto de vista constitucional. La Constitución no prohíbe la amnistía, sino solo los "indultos generales", es decir, a grupos de condenados. La amnistía, pues, no parece estar excluida por la Constitución, e incluso el principal inconveniente que se ha mencionado hasta ahora –que va contra la división de poderes al anular la posibilidad de enjuiciar de los jueces – no parece un obstáculo insalvable, dado que es el poder legislativo quien realiza esta acción. Al igual que cuando destipifica un delito en el Código Penal, con unos efectos bastante más radicales que los de una amnistía, por cierto, prescindiendo de emociones ideológicas puntuales, claro. ¿Se imaginan que el legislador despenalizara el homicidio? De repente habría criminales investigados que nunca serían condenados, o reos cumpliendo su pena que saldrían a la calle... Y pese a que parezca increíble, el legislador podría hacerlo, al igual que cuando declara que un asunto ya no es competencia de los jueces, sino de autoridades administrativas. Al igual que cuando delimita la competencia, por lo general, de todos los tribunales. El legislador marca las fronteras de la actuación de los tribunales, y no al revés. Y ni siquiera puede verse la jurisdicción como algo que “naturalmente” pertenece a los jueces. En nuestro sistema, todos los poderes emanan del pueblo que vota a sus representantes en un Parlamento y que establece cómo debe ser todo nuestro sistema institucional. El mismo procedimiento se sigue, con mayorías reforzadas y con refrendo suplementario del pueblo, cuando se trata de reformar la Constitución, y también debería seguirse para hacer una Constitución nueva, lo que históricamente a menudo, además, no sucede… En todo caso , en términos democráticos, no parece una buena idea interpretar de manera restrictiva el poder legislativo de un Parlamento que representa al pueblo, y más cuando el texto constitucional no prohíbe expresamente una potestad legislativa sobre la amnistía y, además, el total respeto por amnistías anteriores está completamente normalizado por nuestra sociedad.
A veces olvidamos que los pueblos deben ser lo que quieran ser. Y que si el Parlamento español aprueba una ley de amnistía que después el Tribunal Constitucional declara conforme a la norma fundamental, el debate podrá continuar en las aulas universitarias, donde la discusión no puede cesar ni interrumpirse nunca, obviamente. Pero cerrará la duda institucional sobre el ajuste a derecho de la medida.
No es un paso políticamente nada sencillo, hay que ser conscientes de ello. Y la manera correcta de encararlo no es hacer una amnistía a la brava y a toda prisa, sino hacer en el Parlamento, con tiempo suficiente –aunque no hace falta mucho–, una buena ley moderna de amnistía e indulto, sin miedo a la segura altísima polémica política que va a generar y con la que hay que lidiar con la cabeza bien alta. Y después proceder a aplicar la ley en el caso de que nos ocupa. No podemos amnistiar sin más. No estamos en el siglo XIX.