La economía del "gratis" se ha convertido en el espejismo más grande de nuestro tiempo. No pagamos con dinero, pagamos en especias. Y mucho. Cada clic, cada registro, cada actualización "sin coste" es una invitación a entregar algo más valioso que nuestro dinero: minutos de vida, tiempo de atención, fragmentos de identidad. La gratuidad digital nos ha entrenado en una mentira: si no hace daño al monedero, no hace daño a ninguna parte. Y es falso. La industria tecnológica descubrió antes que nadie que nuestro recurso más escaso no es el dinero, sino la atención. Y organizó un sistema perfecto para capturarla. El precio de entrada es cero euros. El precio de salida nunca está claro: son los usuarios atrapados.
En esta trampa caemos todos. Abrimos una aplicación para "consultar algo" y salimos veinte minutos después sin recordar qué caray buscábamos. Hemos dejado de pagar por servicios para financiarlos con nuestra distracción. El tiempo que entregamos trae más activos asociados. Las plataformas nos regalan contenidos a cambio de saberlo todo de nosotros. No hace falta más que ver la reciente sanción de la UE a X por opacidad en el uso de información sobre los usuarios, entre otras cosas. Las aplicaciones convierten tareas en notificaciones. Servicios de música "gratuitos" que afinan sus algoritmos con nuestras emociones diarias. Nada es inocente. La gratuidad no es un gesto comercial, sino un método de extracción. No de dinero. De conducta.
La paradoja es ésta: nunca habíamos tenido acceso a tantos recursos sin coste y nunca habíamos sentido tanta escasez de tiempo. Éste es el peaje oculto: nuestro tiempo, nuestra atención y nuestras conductas y preferencias. A mí no me encontrarán en ninguna red social. Existe mi perfil, pero salvo las de uso profesional, no las utilizo. Un día, trabajando, me di cuenta de que llevaba diez minutos pasando el dedo sin motivo en una red social. No recordaba ni qué había ido a buscar. Y entonces decidí cortar. Me estaban comiendo la vida. Estaba estrechando los días de forma absurda. En fin, uno aprende tarde. Además cuando todo parece gratis, todo parece prescindible. El trabajo intelectual, el periodismo, la música, la creación… Si no cuestan dinero, ¿cuánto valen? Hemos confundido coste con valor. Y nos hemos convertido en consumidores que creen merecerlo todo sin esfuerzo, incluso lo que exige dedicación ajena. Debemos entender que no existe nada que sea gratuito. Aquí tiene nuevas formas de pago: el tiempo cedido, la atención capturada, nuestra identidad descifrada, nuestras preferencias, nuestros intereses.
El mundo digital es una economía en la que el usuario es el producto, así que la verdadera educación digital consistirá en saber valorar nuestro tiempo e identidad. Pagar era, hasta ahora, dar dinero. Ahora es además entregar una parte de nuestras vidas.