Reivindicación de Clark Kent
Ahora que se habla de PISA y la evaluación del pensamiento creativo, conviene recordar que en 2006 Sir Ken Robinson se hizo mundialmente famoso defendiendo en una charla TED la tontería que «las escuelas matan la creatividad». Si esto fuera cierto, la creatividad sólo podría existir en una sociedad sin escuelas, pero este supuesto no cuenta con demasiada evidencia a favor. Lo que sí es evidente es la monumental falta de creatividad de Sir Robinson, que no hacía más que repetir punto por punto lo que en los años 50 del siglo pasado había sostenido el psicólogo Paul Guilford, en una conferencia titulada «Creativity».
John Dewey fue –que yo sepa– el primero en defender que «creative activity is our great need». Pero hablaba de "creative activity". El neologismo "creativity" no empezó a ser de uso corriente hasta que Guilford lo puso en circulación.
Guilford estaba estudiando, con financiación de la Oficina de Investigación Naval de Estados Unidos, el sorprendente comportamiento de los soldados estadounidenses que, al caer prisioneros durante la guerra de Corea, demostraban una extraordinaria capacidad de supervivencia en condiciones extremas, con una variedad inesperada recursos materiales y psicológicos que bautizó como «pensamiento divergente». ¿Se podría democratizar ese tipo de pensamiento? El reto derramaba buenas intenciones, pero no era muy sensato. Los soldados creativos en Corea, al regresar a casa, no eran más creativos que sus vecinos.
Vivir con cierta predicibilidad tiene sus ventajas. Fíjese cómo nos cabreamos con los de Cercanías para no dejarnos vivir en un mundo previsible. Si tuviera que elegir a un compañero de piso entre el metódico Clark Kent y el creativo Superman, yo elegiría el primero. ¿Qué podríamos hacer en común Superman y yo? Está muy bien ser creativos pero en determinados contextos. Hay veces que apetece una simple tortilla de patatas y agradecemos al cocinero que, más que un gran creativo, sea un buen profesional.
Como en pedagogía tendemos a creer que todo lo que suena bien es necesariamente bueno, acogimos con los brazos abiertos la teoría jerárquica de las necesidades, elaborada por el psicólogo Abraham Maslow, en cuya cima colocó la autorrealización personal, que incluía la moralidad, la espontaneidad y la creatividad. Estas ideas viven hoy un renacimiento emotivista gracias a la psicología positiva de Martin Seligman y de otros vendedores de bagatelas.
El fomento pedagógico de la creatividad parecía encontrar un camino más seguro cuando Paul Torrance empezó a interesarse por él. Partía de la tesis de que la creatividad es la producción de un producto original y útil. Estaremos de acuerdo en que no todo lo original es útil, pero Torrance no entendió que quien decide sobre la utilidad, como ya nos advirtió Aristóteles, no es el diseñador, sino el usuario, que suele ser muy caprichoso. ¿Quién podía prever el retorno del vinilo, el fracaso del Betamax o la pifia del vino sin alcohol? La pervivencia del bolígrafo BIC es la prueba de que a menudo lo que funciona es lo básico, bien diseñado.
Torrance desarrolló un Test del Pensamiento Creativo con el convencimiento de que se podía transformar la escuela en una incubadora de personas creativas, pero lo cierto es que los profesores no suelen mostrarse demasiado entusiastas con los alumnos que presentan rasgos de personalidad muy marcados asociados con la creatividad. El propio Torrance concluyó que las personas más creativas son a menudo poco sociables.
Hoy el test de Torrance es criticado desde perspectivas divergentes de la creatividad basadas –nos dicen– en modelos no eurocéntricos e inclusivos. En cualquier caso, sea cual sea la concepción de la creatividad, cada una de ellas nos ofrece su programa para democratizar el pensamiento creativo. Estos programas suelen ser muy buenos estimulando las respuestas que el propio programa considera creativas, pero no hacen de sus seguidores a personas queridas por las musas. La razón es sencilla: la creatividad no es una competencia general. El arquitecto creativo no es necesariamente un buen poeta y, quizá, cualquiera de nosotros es un pintor o un cocinero superior en Beethoven. Para complicar las cosas, resulta que los estudiantes estadounidenses que han seguido todo tipo de programas de estímulo de la creatividad son cada vez menos creativos.
La originalidad no viene cuando se la llama, sino cuando a ella le apetece. Y si no le apetece, es inútil dar golpes en su puerta. Ahora bien, si no podemos domesticar la creatividad, sí sabemos que el trabajo mal hecho no tiene futuro. Esforcémonos, pues, por hacer las cosas profesionalmente bien y es posible que el hada de la creatividad, de vez en cuando, se digne en premiar nuestro esfuerzo.