"La IA lo está cambiando todo. ¿Te vas a quedar atrás?", dice un cartel en la feria de desarrolladores de inteligencia artificial celebrada en Bangalore, en India, a finales de marzo.
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No estamos hechos para morir, sino para nacer, sostiene Hannah Arendt. Pero, de hecho, empezamos a morir en el mismo instante en que nacemos. Aunque cueste aceptar, nuestra vida acabará inevitablemente en los brazos de la muerte. Ante este destino amenazante, la humanidad se ha espabilado para crear relatos que apaciguan el miedo a la finitud. Históricamente, las distintas tradiciones espirituales y religiosas han elaborado narrativas de esperanza, expresadas en promesas de vida más allá de la muerte, como la resurrección cristiana, propia del mundo occidental, o la reencarnación, arraigada en las tradiciones orientales. La Semana Santa culmina con el Domingo de Resurrección, una fiesta que encarna la esperanza del renacer, del no morir.

En una sociedad en la que los grandes relatos religiosos han perdido centralidad, la fe no se desvanece, sino que se desplazaAhora es la tecnología, convertida en nuevo oráculo de promesas, quien asume la función de dar respuesta a las aspiraciones humanas clásicas. inquietante, de la resurrección digital. Lo que hasta hace poco parecía ciencia ficción, como seguir hablando con alguien que ya ha muerto, empieza a formar parte de la realidad más tangible. publicaciones en las redes, se elaboran réplicas humanas digitales sorprendentemente verosímiles.

Este nuevo escenario ya no es sólo una posibilidad, sino una práctica que se va extendiendo, con una maquinaria económica detrás que busca normalizarla y convertirla en negocio. Ya se han visto funerales en los que el difunto participa mediante un avatar interactivo, y hay miles de personas que pagan a las tecnológicas por mantener conversaciones con un clon digital de un ser querido que ya no está. También se han utilizado hologramas para hacer revivir a artistas desaparecidos en los escenarios, desdibujando los límites entre vida y muerte. Todo este catálogo construido con algoritmos se agrupa bajo la etiqueta de resurrección digital, una sugerente expresión, que suena bien, pero que encaja mal con el contexto de donde se toma su significado. Propiamente, la resurrección, en sentido religioso, implica una restauración integral del ser humano en otro mundo trascendente, y no un retorno parcial, programado y ficticio en éste. Lo que ofrece hoy la tecnología es, a lo sumo, una forma de inmortalidad digital, pensada para aquellos a quienes se les hace difícil soportar la ausencia impuesta por la muerte, pero no hace revivir a quien ha perdido la vida.

El boom de la IA generativa supone al mismo tiempo una promesa y un problema. En el caso de la resurrección digital, parece provocar más conflictos de los que pretende resolver. Hacer revivir virtualmente a los muertos puede interferir en el proceso natural del duelo. En el fondo esta nueva tecnología es engañosa, porque en el intento de acercarnos a quienes ya no están, nos recuerda con mayor intensidad su ausencia. Además, en situaciones de fragilidad emocional es fácil confundir la representación digital con la persona real. Un avatar o un holograma no son la persona que hemos amado, sino una voz y una imagen recreadas artificialmente. Por muy refinados que sean los sistemas, ningún algoritmo puede replicar la conciencia, la intimidad ni la esencia única de una vida. Esta simulación generada por algoritmos puede llegar a hacer decir al difunto lo que nunca hubiera pensado o no hubiera querido pronunciar. Por eso, recrear digitalmente a alguien sin su consentimiento es una vulneración de su intimidad, un derecho que hay que proteger mientras vivimos, pero también cuando morimos.

El dolor es un territorio fértil para realizar negocio. Y la industria de la resurrección digital lo sabe. Aprovechando la aflicción, ofrece recreaciones digitales como consuelo, pero lo que vende es una ilusión, eso sí, sofisticada, cara y potencialmente absorbente. Cada minuto dedicado a estas réplicas postizas es tiempo arrebatado a los vivos, a quienes tenemos cerca y que esperan poder vivir experiencias que les den vida. Cicerón ya escribió que es la memoria de los vivos lo que hace perdurar la vida de los muertos. En una cuestión tan delicada como ésta, es mejor escuchar la sabiduría del pensador romano que fiarse de los chips de la IA.

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