Retrasar la jubilación, frenar la inmigración
España fue el segundo país del mundo (tras la URSS) en legislar la jornada de ocho horas laborales. Fue en 1919, como consecuencias de la huelga de La Canadiense. Este objetivo había sido una constante del movimiento obrero a lo largo del siglo XIX, puesto que la Revolución Industrial se hizo con jornadas típicamente mucho más largas. Desde entonces, la jornada laboral se ha reducido eliminando un día de la semana (pasando de las 48 horas semanales a las 40) e introduciendo las vacaciones pagadas (típicamente cuatro semanas al año). Sin embargo, el nivel de vida de los trabajadores ha subido prodigiosamente, los impuestos han escalado aún más rápidamente –lo que ha permitido financiar un generoso estado del bienestar–, las contribuciones sociales han permitido mantener a los pensionistas durante su cada vez más larga jubilación, y todo ello sin que los inversores hayan dejado de cobrar beneficios, a menudo también generosos.
Este magnífico resultado ha sido consecuencia fundamentalmente de una prodigiosa mejora de la productividad, o sea, de la relación entre el valor de la producción y el esfuerzo por obtenerla.
Sin embargo, ahora nos encontramos en una situación muy diferente. Las mejoras de productividad se están ralentizando al menos desde hace 50 años (por mucho que nos maravillen los prodigios de la informática) y, en cuanto a la demografía, la financiación del sistema de pensiones ha entrado en crisis cuando se ha empezado a jubilar la generación de los baby boomers, que tuvieron poquísimos hijos pero que llegan a la edad de jubilación con una larguísima esperanza de vida.
Todo esto lleva a una conclusión inexorable: ahora toca trabajar más. Y más que en ninguna parte en España, porque, si bien la productividad se ha ralentizado en todo Occidente, en España se ha estancado, y si bien la fertilidad ha caído en todo el mundo, en España ha caído casi más que en ninguna parte. El primer hecho hace imposible aumentar los salarios de forma generalizada; el segundo hace imposible mantener el actual sistema de pensiones.
Ahora bien, toca trabajar más, pero no trabajar por menos, sino por más. Es decir, lo que nos convendría es que los salarios subieran para que pudieran soportar más impuestos y más contribuciones a la seguridad social, cosa que exige aumentar la productividad.
Aumentar la productividad de nuestra economía hasta los niveles de los países que nos preceden no es imposible ni misterioso; se trata fundamentalmente de hacer lo mismo que ellos. Ahora bien, no es fácil ni rápido (contra lo que piensan muchos, sería más fácil y más rápido en el sector turístico que en el industrial, pero profundizar en este tema excede el espacio que permite un artículo de prensa).
Como no es fácil ni rápido, la OCDE no le presta mucha atención en el informe que acaba de dedicar a la situación laboral en España ("OECD Employment Outlook 2025: Spain"). En cambio, sí sugiere que trabajemos más: que aumentemos el número de mujeres en el mercado de trabajo, que activemos a más trabajadores en edad de jubilación y que promovamos la inmigración regular. De estas tres propuestas, la primera es trivial, la segunda es acertada y la tercera equivocada. Veamos por qué.
La participación de las mujeres en el mercado laboral español (no en el catalán) es todavía relativamente baja en el contexto europeo, pero está subiendo a medida que las jóvenes sustituyen a sus madres. Ni hace falta, ni se puede hacer, mucho para acelerar el proceso.
En cuanto a la segunda propuesta, la salud media de los españoles entre los 65 años y los primeros 70 permite que trabajen más, por lo que es oportuno que hayamos retrasado la edad mínima de jubilación y que se introduzcan medidas para alargar voluntariamente la vida activa. En ese contexto, constituye un error la propuesta de reducir la jornada laboral a las 37,5 horas que propone el gobierno español: es un paso en la dirección equivocada.
En lo que se refiere a la propuesta de potenciar aún más la inmigración, constituye una idea muy popular, pero equivocada. A lo largo de su vida, una persona poco calificada –inmigrante o autóctona– aporta menos en forma de impuestos y contribuciones a la seguridad social que los servicios públicos que recibirá. En consecuencia, la mayor parte de la inmigración que hemos recibido en las últimas décadas, y la mayor parte de la que podemos recibir en el futuro, no solo no ayuda a financiar las pensiones futuras, sino que lo hará aún más difícil.
En resumen: toca trabajar más y mejor, y no es solución la idea –tan extendida– de que podemos hacer que otros trabajen por nosotros.