El que ríe último
Este dicho tradicional –el que ríe el último ríe mejor– es lo que explica el fatigoso epílogo de las negociaciones de investidura. Si no hay una sorpresa mayúscula, Pedro Sánchez será presidente con los votos de toda la izquierda y de los nacionalismos catalán, vasco y gallego, y esto es así porque ninguna de las piezas integrantes de este nuevo Frankenstein pueden permitirse la opción B, es decir, una repetición electoral y el riesgo de una mayoría de derecha y ultraderecha como la que ya está haciendo estragos en el País Valenciano y en las Islas Baleares.
Si no se ha hecho público el acuerdo con Junts es porque el jueves, de forma sorprendente, el PSOE y ERC anunciaron la amnistía y el traspaso de Cercanías, con “verificación” incluida, y Carles Puigdemont se encontró sin un titular lo suficientemente goloso como para hacerse un hueco en las portadas del día siguiente. Me resulta incomprensible que Junts per Catalunya no exigiera al PSOE un protagonismo indiscutido para el presidente de Waterloo, y más aún, una marginación explícita de ERC en el proceso negociador, ya que los votos republicanos se daban por descontados. Pero el único triunfo real de Puigdemont, hasta ayer, era la foto tomada con el número 3 del PSOE, bajo una gran imagen alusiva al 1 de Octubre (logros simbólicos, todos los que quieras). El viernes, Junts decidió aplazar su visto bueno para demostrar que, como dice Josep Martí Blanch, “Puigdemont es quien aguanta más y quien cierra el bar”. Jaume Asens ha dicho que el acuerdo está al 95%, y si lo que queda no se cierra hasta la próxima semana será porque las verdaderas estrellas son las últimas en aparecer en la alfombra roja; esto es de primero de vedetismo.
No negaré que en el acuerdo del PSOE y ERC hay flecos de la amnistía que hay que revisar (“no podemos dejar a ningún soldado en la estacada”, como enfatizó Jordi Turull), ni que el traspaso de Cercanías, por muy “integral” que sea, puede ser un regalo envenenado si no se obtiene una financiación justa (y, por tanto, retroactiva); también es evidente que la condonación de la deuda acabará extendiéndose al conjunto de las autonomías, también a las que ahora protestan contra el acuerdo, y que no hay ni rastro de autodeterminación y ni siquiera de pacto fiscal. Pero mirado en su conjunto, ERC no puede quejarse del rendimiento que ha sacado de sus siete diputados; sobre todo si tenemos en cuenta que, encima, Pere Aragonès prácticamente se ha garantizado el apoyo del PSC a los próximos presupuestos del Govern.
El caso es que ahora, si Puigdemont da un portazo, pondrá en peligro la amnistía, como mínimo; pero si pacta, difícilmente podrá volver a hablar de "compromiso histórico" y su balance tendrá las mismas grandezas y miserias que tienen todas las negociaciones. Salvo que se guarde algún as en la manga que suponga un salto cualitativo en las relaciones entre Catalunya y España (y que yo seré el primero en celebrar). Pero al fin y al cabo el diálogo dejará de estar demonizado y los últimos cuatro años de reproches entre independentistas pasarán a la historia como un episodio muy feo que podríamos habernos ahorrado.
Tanto Junts como ERC tienen ahora una misión conjunta, aunque la hagan por separado: deben remarcar que este acuerdo no es una graciosa concesión del PSOE, sino una muela arrancada al Estado con el uso de la fuerza –democrática, por supuesto–. En este punto, la histeria de la derecha española ayuda y conforta mucho. Ni el catalán en el Congreso, ni el catalán en Europa, ni la amnistía, ni el dinero, ni los trenes se habrían logrado sin la perseverancia independentista. Ni el PSC ni Sumar habrían movido un dedo si no hubieran visto peligrar su posición. Pero a veces saber ganar es más difícil que saber perder, y no estaría de más recordar que, después de la última investidura de Sánchez, y después de los indultos, quien rió último (electoralmente) fue Salvador Illa.