Sally Rooney te dice lo que tienes que pensar

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La escritora Sally Rooney.

La tarde del 24 de septiembre estaba en Nueva York. Me había decidido atravesar Brooklyn caminando, detenerme en el jardín botánico, contemplar elskyline desde Dumbo y pasar el puente que me llevaba a Manhattan. Antes de volver a casa –casa de mi editor, que me acoge estos días aquí–, me enfilé hacia The Strand, probablemente la librería más famosa de la ciudad. Era el día en que se publicaba la nueva novela de Sally Rooney y tenía ganas de ver cómo se celebraba el evento mundial. Horas antes, Jackson, el editor, me enviaba una fotografía desde los headquarters de la editorial: un pastel enorme con la portada deIntermezzo impresa incluso de cucharillas que le troceaban. En la sede de FSG celebraban la buena nueva y auguraban un lanzamiento brillante. Por el aprecio a la obra, claro. También por la necesidad de hacer dinero con esa inversión millonaria.

Descubrí, anunciado en un cartel en el escaparate lleno de libros de Sally Rooney, que apenas en cinco minutos comenzaba un encuentro de lectores de la autora irlandesa para celebrar su publicación y conversar. Subí corriendo. Dos chicas pasaban lista a la entrada de una parte de la librería que habían encerrado para el evento. Luces medio apagadas, velas en las mesas, gente charlando elegantemente con copas de vino en las manos. Mientras preguntaban el nombre a uno de los fans que hacían cola, me colé. Cogí una copa y empecé a pasearme entre las parejas y los tríos simulando que esperaba alguien, tratando de escuchar los comentarios. Había quien decía que ya se lo había leído, el libro, que se lo había comprado a primera hora y se lo había fulminado en unas horas. Quinientas páginas a gusto. Otros hablaban de la familia –la novela se centra en la relación de dos hermanos que entierran al padre– y de los amores de las parejas que se llevan muchos años –lugar común de las obras de Rooney–. Otros, en cambio, alababan la adaptación audiovisual de Gente normal y se preguntaban si habría sorpresas, esa noche. De reojo, vi que una chica se me acercaba y yo, que no soy devoto de Rooney, corrí hacia la salida, dejando atrás ese ambiente ostentoso. ¿Y si me descubrían?

En el metro, de camino a casa, leí la entrevista que Rooney había concedido con motivo de la publicación. Algo extraño, porque la autora es celosa de su intimidad desde que el éxito le cambió la vida para siempre. Hacia el final de la conversación, Chris Power le pregunta sobre la comercialización de su obra, que ha convertido el lanzamiento de un libro en evento cultural, y ella responde: “No tengo ningún interés en comercializar mis libros. [...] No diría que disfruto publicando libros. Disfruto escribiéndolos”. Acto seguido, habla sobre cómo le estresa promocionar su obra, ser el foco de interés, y de cómo no le gusta la versión que aparece de sí misma en los medios. Asimismo, reconoce el privilegio de poder vivir de la literatura y consagrar su tiempo a la escritura. Reí, sentado en el metro, cuando respondía que, si no se le ocurren más ideas, tendrá que buscarse un “trabajo de verdad” para vivir, obviando que, aparte de ser una de las autoras más leídas del momento, también es de las más ricas.

Volviendo a casa, sin embargo, no pensaba en la obra de Rooney, ni en el fenómeno editorial, sino en ese encuentro de gente en el tercer piso de The Strand. En lo que comentaban. En las cosas que se decían porque la habían leído. Cosas que, de lo contrario, quizás nunca se habrían dicho. Pensé en la naturaleza bífida de las obras de arte, que separa la intención autoral del resultado final del libro, convertido en producto. Rooney se ha presentado en más de una ocasión como una autora marxista. Su rechazo a la exposición y circuitos comerciales también viene de aquí: se resiste a capitalizar su obra. Sin éxito. Me lo imagino como una madre que observa, impasible, cómo sus hijos crecen y toman caminos que nunca había imaginado. Que nunca había deseado. Senderos imposibles. Pero pensaba, sobre todo, en cómo un producto cultural es capaz de definir el debate público, la conversación cotidiana: los límites de lo que pensamos, de lo que deseamos, de lo que llegamos a imaginar.

En La distinción, Pierre Bourdieu ya estudió cómo las preferencias culturales están vinculadas al capital cultural y social. Esto es: hablar de Sally Rooney es símbolo de estatus; pues hablemos de Sally Rooney! Él exploraba cómo la industria y las élites culturales definían qué era legítimo en términos de gusto y cómo, disimuladamente, imperceptiblemente, marcaban los debates de los que había que tomar parte. No es aleatorio que Rooney sea una autora de expresión inglesa y que se publique, desde el principio, en dos de las editoriales más importantes del mundo, Faber y FSG. ¿Y si los libros de Rooney se escribieran originalmente en catalán, por ejemplo, o en wolof, en euskera? ¿Quién hablaría ahora en una librería de Manhattan sobre hermanos que entierran a padres o relaciones de poder en la pareja? Una de las grandes preocupaciones que Bourdieu expresa en el ensayo tiene que ver con la posibilidad de emergencia de ideas que no estén alineadas con las normas dominantes. ¿Quién pensará cuando no dejemos que la industria piense por nosotros?

Sally Rooney me gusta. Me gusta su discurso, cómo defiende la literatura, cómo dignifica el oficio, cómo decide reivindicar la escritura por delante de todo. Su obra no la he leído demasiado. Y me gusta, también, que sus intentos de rehuir lo comercial sean en vano: que, sin quererlo, acabe demostrando que la fuerza de la literatura es poca frente al mercado. Que la industria siempre pasa por encima del texto. Que el autor y sus intenciones se funden entre entrevistas, estrategias de marketing y redes sociales. Que, como estudiaban Adorno y Horkheimer en La dialéctica de la Ilustración, la industria cultural se encarga siempre, siempre, de estandarizar el pensamiento. Y más si la industria es americana. Y me gusta pensar que ese grupúsculo de gente bebiendo vino en una sala oscura y privada, como si hicieran algo prohibido, no hacían más que repetir sin saber. Cómo lo hacemos todos continuamente.

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